Fernando Aramburu. Foto: Iñaki Andrés
Desde las primeras páginas, con un estilo narrativo escueto y diáfano que podría calificarse de barojiano, Aramburu plantea la historia: un periodista recién expurgado de Voz Roja, decide reunir notas y testimonios para reconstruir de modo objetivo la biografía de la controvertida Marivián. Las fuentes no son siempre de fácil acceso: algunas biografías circunstanciales de la difunta, artículos periodísticos -de distinto signo según la publicación de que proceden-, fotografías de archivo y testimonios de personas que conocieron a la actriz. El resultado de todo -el libro La gran Marivián- es, como el propio compilador reconoce, un conjunto de "fragmentos de su biografía" (p.13), no una obra orgánica y completa, lo que sugiere una primera advertencia: la verdad es algo inasible. Sólo posemos, como hubiera dicho Ortega, puntos de vista, parcelas de la realidad, limitadas y condicionadas, además, por la posición de cada contemplador.
Basta confrontar lo que de Marivián se dice en Voz Roja y en el periódico clandestino Dios Mediante para descubrir dos puntos de vista abismalmente distintos. Como ya hizo en Los ojos vacíos, Aramburu reproduce pasajes -apócrifos, claro está- de libros y crónicas que muestran las diferentes perspectivas de sus autores, gracias a un manejo sutil de la heteroglosia, de la parodia de estilos idiomáticos diversos que el autor maneja con maestría y que, en la novela, sirve para acreditar la tergiversación del lenguaje, uno de los primeros rasgos de cualquier totalitarismo. Pero la certeza de que la realidad es inalcanzable no es el único motivo vertebrador. Por encima de la tentación de identificar Antíbula con un país determinado -intento que no llevaría muy lejos-, el empeño de Aramburu, aquí como en las dos novelas anteriores, de procurar que los nombres y los topónimos no puedan relacionarse con los de ningún lugar, indica que las sustancias de contenido de la historia apuntan hacia caracteres y conductas que parecen más bien rasgos universales y permanentes del ser humano y de cualquier sociedad creada y dirigida por los hombres, presidida por la mentira, la codicia y el afán de dominio, en la que un motivo insignificante puede desencadenar una represión criminal por parte del poder y donde únicamente sobreviven quienes, como los juncos o el agua, se acomodan sin resistencia a las condiciones exteriores. Tal es el caso del periodista Tebe Fren, del director de teatro Mel Amel e incluso de la propia Marivián, personaje complejo, dotado de tantas facetas como amantes, de ideología incierta y aferrada, como Kane al recuerdo del trineo infantil, al pañuelo que le recuerda a su madre y su amargo sacrificio por sacar adelante a la niña. La gran Marivián es obra de menor densidad formal que Los ojos vacíos, que sentó las bases de Antíbula, pero no por ello menos compleja. Ni uno solo de los motivos esenciales de aquella novela deja de aparecer aquí -la miseria, la violencia, las carencias afectivas-, e incluso Marivián parece una contrafigura actualizada del niño que protagonizaba Los ojos vacíos. Lo que ha hecho Aramburu ha sido podar el estilo narrativo hasta dejarlo reducido a lo esencial, gracias a un dominio de la escritura nada común. Lean y comprueben.