Miguel Ángel Hernández. Foto: Enrique Martínez Bueso

Anagrama, 2013. 248 pp. 16'90 euros. Ebook: 11'72 e.



Hizo bien el jurado del último premio Herralde en recomendar la publicación de la curiosa primera novela del murciano Miguel Ángel Hernández (1977), Intento de escapada. Por la forma, tiene aire de comedida modernidad, oportuno en el proceso de renovación narrativa en que andan metidos un puñado de nuestros escritores noveles. La obra plantea la propia condición del género como un dispositivo verbal que oscila entre la posibilidad de recrear un asunto en términos puramente inventivos o mediante el tratamiento ensayístico. Este problema de actualidad en selectos círculos literarios lo plantea el autor con mesura y buen sentido, sin experimentalismos exagerados, e incluso lo propone dentro de un relato de andadura bastante tradicional, algo cercano a una historia con planteamiento, nudo y desenlace. Al final del libro se reconoce que éste es una novela, pero sin abjurar de la base de investigación de la realidad que ha exigido la anécdota y que podría haberse abordado como un estudio. Aunque, por supuesto, se trate de un juego -juego de creación es al fin y al cabo la literatura-, incide en un debate del momento presente.



Atractiva y lograda por su composición, es, sin embargo, por el contenido por lo que Intento de escapada merece mayor atención. Un argumento original cuenta las vicisitudes del joven licenciado en arte Marcos al convertirse en ayudante de un transgresor artista plástico, Jacobo Montes, creador de perfomances e instalaciones revulsivas. La enajenación y carácter visionario de Montes abisma al mozo en una profunda conflictividad personal. En paralelo, su propia imagen de patito feo le provoca graves dilemas a causa de la seducción que ejerce en él Helena, su profesora y avalista de Montes. Esta historia de complejas relaciones humanas, sostenida en los motivos del poder, la humillación, la dignidad y el sexo, tiene las trazas de una interesante exploración psicologista, un tanto dostoievskiana, cuyo diseño general coincide con una aproximación clásica al relato de maduración. Alguna insuficiencia en el carácter algo maniqueo de los personajes no la hace del todo satisfactoria, pero tiene subido valor como soporte humano en sí mismo atractivo, valioso por los conflictos que plantea y por la indagación en patologías del alma, y, sobre todo, constituye un acierto al servir como seductor excipiente de otro tipo de historia, un relato culto y especulativo sobre el sentido del arte.



Hernández afronta el importante asunto del lugar del arte en el mundo. Montes, artista comprometido y propulsor de un "sociologismo visceral", pretende con sus obras eliminar la distancia entre realidad y copia llevando a ellas la vida en crudo. Para ello, sus piezas muestran las situaciones humanas más trágicas por medio de documentos reales. De ahí se deriva un problema ético, cuál sea el límite en la reproducción del dolor. A la vez, ese radicalismo naturalista florece en el cinismo y mentiras de la institución artística. ¿Es el arte de denuncia una impostura del egoísmo del artista? El propio texto de Marcos sobre su experiencia lleva al extremo de la paradoja el conflicto al haberle servido para asegurar un buen estatus profesional. ¿En qué medida todos, artistas y espectadores, somos cómplices de semejantes engaños? Hernández arroja el dilema a la cara al lector con la intención de que éste lo asuma. La novela impide la indiferencia y exige a cada quien una respuesta propia.