Julio Llamazares. Foto: Fernando Alvarado
"Las lágrimas de San Lorenzo" es denominación popular con la que se conoce el fenómeno de las estrellas fugaces que se produce en esta noche de verano. Desde la metáfora del título todo en la obra está concebido según los parámetros de la novela lírica. Más que la historia relatada importan la tensión, la intensidad, la emoción y la nostalgia con que su narrador y protagonista rememora su vida siguiendo el desorden subjetivo de su memoria, fragmentando recuerdos de experiencias en el pasado y relacionándolos mediante la libre asociación de ideas, momentos y situaciones vividas en diferentes lugares. Non multa sed multum es lo que cuenta en esta rememoración subjetiva de una vida desde la voz y la visión del narrador y protagonista que recuerda lo vivido en sus amores, sueños, amarguras y soledades, y quiere completar su novela, buscando la calidad de página por medio de su cuidada elaboración poética, con el fin de comprenderse a sí mismo y salvar del olvido aquellos momentos de felicidad en amores de juventud y también el recuerdo de sus familiares y amigos muertos.
Como hace cuarenta años hizo su padre en la era de su pueblo leonés, una noche de San Lorenzo el anónimo narrador y protagonista lleva a su hijo a ver la lluvia de estrellas en un lugar de la costa ibicenca. Huyendo de su Bilbao natal, el padre había pasado en Ibiza nueve años de libertad y juventud. Después vivió como trotamundos por muchos países de Europa, dando tumbos de un lectorado a otro como profesor de lengua y literatura española, desde Suecia hasta Portugal, pasando por Italia, Francia, Suiza, Rumanía y otras naciones. En Aix-En-Provence convivió con Marie, tuvieron un hijo y al poco tiempo se separaron. El recuerdo de su hijo lo acompañó toda su vida hasta esta noche de verano ibicenco en la que ambos se acercan y comunican viendo las estrellas fugaces, que para el padre, con sus 52 años, simbolizan efímeros momentos del pasado, episodios y personas conocidas y amadas, deseos cumplidos o no, mientras que para su hijo, de 12 años, iluminan el asombro ante su futuro todavía pleno de ilusiones.
La novela se centra cada vez con más intensidad en el tiempo como esencia de la vida que pasa sin poder pararlo. Además de rememoración del tiempo pasado y perdido, pues la vida, según la cita de John Lennon, es "eso que te sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes" (pág. 147), la novela es también un canto a la belleza de Ibiza y su luz mediterránea, una elegía por el paraíso perdido (en la felicidad propiciada por la isla y por la juventud del narrador) y una emocionada ponderación de la fragilidad del ser humano: "Porque las lágrimas de San Lorenzo no son sólo una metáfora del tiempo. Son sobre todo la prueba de que la vida es apenas una luz en las tinieblas de un universo infinito, pero a la vez tan fugaz como los deseos del hombre" (pág. 169).
Hace 25 años, dominado por la rigidez teórica que pesaba demasiado en el crítico, no acerté en apreciar la excelencia literaria de La lluvia amarilla. Quede constancia de aquel error, confesado en mesas redondas y coloquios, y plasmado aquí por escrito, pues nunca es tarde para reconocer nuestros fallos. Sobre todo si se hace con ánimo de repararlos y a la vez proclamar el alto mérito literario de esta novela lírica sazonada de sensaciones plásticas, acústicas y visuales, de colores y olores, música y silencios, nacida de la memoria fermentada por la imaginación, por decirlo con palabras de Lobo Antunes aplicadas a la verdadera literatura.