Willa Cather

Traducción de Beatriz Bejerano. Nórdica. Madrid, 2013. 504 páginas, 22´50 €



No soy un lector constante de Willa Cather (Virginia, 1873 - Nueva York, 1947), pero en la media docena de libros suyos que conozco me ha parecido detectar siempre la presencia significativa del ferrocarril. Mencionarlo no es un mero capricho, porque el tren nos habla de un territorio periférico y disperso, el de la Nebraska rural, y de un mundo en tránsito. Por ahí se mueve la literatura de Cather, una escritora expuesta a lo que Bloom llama el "espíritu normativo" de la novela americana -es decir, la influencia de Henry James-, que contribuyó a redefinir el papel de la mujer en la cultura de su país.



También hay trenes en Uno de los nuestros, novela ganadora del Pulitzer en 1922, fecha que Cather vincularía más tarde a una ruptura definitiva del mundo con su pasado. Esos trenes conviven con carros y coches, y más adelante con grandes buques y aviones. Incluso la guerra parece aquí un prodigioso y metafórico medio de transporte, en lo que supone un crescendo del movimiento que llevará a su protagonista de los viejos códigos que lo asfixian al gran horizonte del ideal y el peligro. Y es que, si me permiten el capricho de citar a Hölderlin, "allí donde está el peligro, allí crece también lo que salva".



Claude Wheeler es hijo de la clase acomodada del Medio Oeste. Sensible y curioso, hombre en busca de alguien a quien admirar, Wheeler parece condenado a llevar una vida que no desea al frente de la granja familiar, casado con una puritana, sedentario, infeliz. Pero entonces estalla la Primera Guerra Mundial, y Claude se entregará al combate por un mundo nuevo, o mejor, por su nuevo mundo. Así, en Uno de los nuestros conviven dos novelas: la primera es un relato de aprendizaje y resignación marcado por el paisaje típicamente catheriano, que es un paisaje de la memoria; mientras que la segunda se convierte en una solvente novela bélica con todas las exigencias del género: amores imposibles, vísceras, valentía y honor, camaradería.



El resultado es notable, aunque más académico y distante que la obra maestra Mi Ántonia. Eso sí: la traducción, de una literalidad fallida, no le hace ningún favor. A Cather le sale muy bien su protagonista masculino, sobre todo en la relación que mantiene con cuanto le rodea: hay una ambivalencia hermosa y muy creíble en la mirada que proyecta sobre su madre, en la tensión cómplice con la profesora de música Gladys o en su amistad idealizada con otro músico, el soldado Gerhardt. Estos personajes nos recuerdan que toda promesa cobija una decepción, pero sólo si le damos al tiempo la oportunidad de demostrarlo.