Ángeles Mastretta. Foto: Eduardo Catalán

Seix Barral, 2013. 311 páginas, 18'50 euros



El libro reciente de la mexicana Ángeles Mastretta, nacida en Puebla en 1949, no es una novela, aunque podría serlo, como lo fue Arráncame la vida, que alcanzó una gran difusión y que la consagró. Tampoco se trata de una autobiografía en sentido estricto, aunque forma parte de aquel núcleo variopinto que calificamos como literatura del "yo". Su fragmentarismo se adapta a unas formas líricas que, como bien apunta en el título, resultan emotivas. Parte de la muerte de la madre, cuyo recuerdo sobrevuela el relato, porque, en definitiva, pese a la diversidad de escenarios y personajes familiares, constituye un espléndido ejemplo de narrativa. Nos acerca siempre al detalle de la vida cotidiana, incluso en la forma de escribir: "Me gusta escribir. Me gustó hacerlo con un lápiz a los seis años, con una pluma fuente a los nueve, con un bolígrafo a los doce y en una máquina verde a los catorce..." (pp. 98-100). No importa tanto el instrumento, sino la capacidad para acercarnos a lo fingido como real y a lo real, tal vez, como si fuera fingido. Su estilo está marcado por la oralidad y la confesión.



Conoceremos también los detalles de sus inicios periodísticos. Ángeles Mastretta se sirve del humor, de la ironía, se hunde en el sentimentalismo, nos acerca a los muertos -un eco de Juan Rulfo- como personajes evocados y, a la vez, presentes. Hay mucho de vivido en estos textos, pero también algo de imaginario. Excelentes son las páginas que dedica a su hermana, siendo niñas, que justifica la fotografía de la portada. Abunda en la sorpresa, porque los episodios se tornan en su pluma totalmente creíbles.



Hay también un enigma: los años en los que su padre vivió en Italia durante la II Guerra, tema que la autora bordea y que le ha de permitir establecer un paralelismo entre la historia de México y de Italia. También descubrirá el lector sus pasiones literarias: Isak Dinesen (p. 123 y siguientes) a la que define como "a una suerte de hermana aventurera" o Jane Austen (p. 234), a la que considerará como parte de su familia y narrará la experiencia del descubrimiento de la primera edición de una de sus novelas en la universidad de Austin. Acertada en la adjetivación, como Borges, al que menciona a menudo, como a García Márquez, a quien frecuenta en la capital, admiradora de Paz, Neruda o Cortázar y a los "clásicos" de la literatura hispanoamericana, como Sor Juana Inés de la Cruz, cuya poesía en un capítulo contrapone a la de Amado Nervo. Se resiste, pero, tras trazar una excelente descripción de los volcanes mexicanos, acaba admitiendo que México D.F. se ha convertido en una ciudad peligrosa (p. 278). Sin embargo, es en ella en la que vive casi toda su familia y en la que podemos descubrir desde la sensación del terremoto hasta la llegada de sus sesenta años, cuando "ya no lloramos porque sí, ni podemos bailar en la calle o dar brincos de euforia" (p. 299). La reflexión sobre la vida, sus antepasados, incluido el abuelo, y el pueblo italiano de donde proceden, sus pequeñas vicisitudes arrastran tras sí también un tono de tristeza. Una y otra vez retorna a figura materna hasta llegar a las circunstancias de su muerte, al entierro de sus cenizas, al sentimiento compartido con los hermanos. Esta sombra añorada, que cruza la novela, permite las singladuras en la infancia, en esa vida llena de sorpresas.