Ángeles Mastretta. Foto: Eduardo Catalán
Conoceremos también los detalles de sus inicios periodísticos. Ángeles Mastretta se sirve del humor, de la ironía, se hunde en el sentimentalismo, nos acerca a los muertos -un eco de Juan Rulfo- como personajes evocados y, a la vez, presentes. Hay mucho de vivido en estos textos, pero también algo de imaginario. Excelentes son las páginas que dedica a su hermana, siendo niñas, que justifica la fotografía de la portada. Abunda en la sorpresa, porque los episodios se tornan en su pluma totalmente creíbles.
Hay también un enigma: los años en los que su padre vivió en Italia durante la II Guerra, tema que la autora bordea y que le ha de permitir establecer un paralelismo entre la historia de México y de Italia. También descubrirá el lector sus pasiones literarias: Isak Dinesen (p. 123 y siguientes) a la que define como "a una suerte de hermana aventurera" o Jane Austen (p. 234), a la que considerará como parte de su familia y narrará la experiencia del descubrimiento de la primera edición de una de sus novelas en la universidad de Austin. Acertada en la adjetivación, como Borges, al que menciona a menudo, como a García Márquez, a quien frecuenta en la capital, admiradora de Paz, Neruda o Cortázar y a los "clásicos" de la literatura hispanoamericana, como Sor Juana Inés de la Cruz, cuya poesía en un capítulo contrapone a la de Amado Nervo. Se resiste, pero, tras trazar una excelente descripción de los volcanes mexicanos, acaba admitiendo que México D.F. se ha convertido en una ciudad peligrosa (p. 278). Sin embargo, es en ella en la que vive casi toda su familia y en la que podemos descubrir desde la sensación del terremoto hasta la llegada de sus sesenta años, cuando "ya no lloramos porque sí, ni podemos bailar en la calle o dar brincos de euforia" (p. 299). La reflexión sobre la vida, sus antepasados, incluido el abuelo, y el pueblo italiano de donde proceden, sus pequeñas vicisitudes arrastran tras sí también un tono de tristeza. Una y otra vez retorna a figura materna hasta llegar a las circunstancias de su muerte, al entierro de sus cenizas, al sentimiento compartido con los hermanos. Esta sombra añorada, que cruza la novela, permite las singladuras en la infancia, en esa vida llena de sorpresas.