Manuel Jabois. Foto: José Aymá
Ese ángulo humorístico se mantiene durante todo el libro, con excepción de la trascendencia y belleza con la que el autor nos narra la muerte y entierro del abuelo (ese hombre generoso y de "vitalidad exagerada") y la seriedad de un final, menos logrado, con moralina en torno a la paternidad plenamente asumida. Jabois -con una escritura cuidada, limpia y directa- viaja con su protagonista hacia atrás en el tiempo para relatar los momentos convulsos de un primer divorcio, sus inicios como periodista de provincias, sus progresos en la prensa de la capital y cómo conoció a su segunda esposa en una playa gallega (Ana, la que sería madre de Manu), detalles amorosos que trata con una mezcla medida de humor y lirismo. La obra tiene mucho de retrato autobiográfico, pero también generacional: contiene la denuncia de los proyectos que uno realmente puede hacer en estos tiempos. Ya no sirven "planes lentos, un esquema privado y sencillo de la propia vida".
Su cinismo inicial se oxigena con la caricatura que hace de sí mismo. La comicidad de Jabois recuerda al humor naif del Martín Casariego de los 80-90. Comparten ambos ese sacarle gracia y partido a lo cotidiano y a las ridículas situaciones que la vida propicia. No falta el agradecimiento y la admiración por los colegas de profesión que lo ayudaron, y un retrato colateral del mundo del periodismo y la cultura. Tomar Madrid, hacerse un hueco profesional, el esfuerzo por lograr el brillo de una buena columna… son cuestiones que Jabois aborda con los pies en la tierra y mostrando buen ojo para los detalles de época. El protagonista es un hombre vital, que se mueve con el mismo desparpajo con el que el autor escribe y que, lejos de sentirse héroe, confiesa que "todos los éxitos de mi vida se deben a que en los momentos decisivos siempre me temblaron las piernas".