Guillermo Aguirre
Leonardo, el protagonista que da título a la segunda novela de este interesante escritor bilbaíno, encarna por entero la figura emblemática del antihéroe derrotado, un neurasténico -así se califica- que se complace hurgando en sus heridas. Si se le añaden elucubraciones freudianas, sinsentido existencialista y parafernalia de estupefacientes, tenemos la figura de un personaje representativo con alcance genérico y a la vez actual que busca el autor.
A sus 23 años, Leonardo no se aguanta a sí mismo, se autoanaliza sin indulgencia (se reconoce maleducado, despótico) y encuentra satisfacción en contar sus pretensiones suicidas. Su relato surge de la necesidad de dar cuenta de sus trastornos, de su ira contra sí mismo y contra el mundo, y por ello adquiere el extremo ensimismamiento de una escritura confesional que no requiere apenas contenido anecdótico. Hay una leve acción en Leonardo compuesta por algunos tratos del chico con su médico y con algún otro esporádico personaje pero el verdadero espacio novelesco apenas tiene otra dimensión que la mental. Al igual ocurre con la enrevesada historia de amor, de dominio y dependencia, que establece con una mujer llamada C. El contenido entero de la novela se encierra en una imaginería claustrofóbica que Aguirre construye con recursos visionarios. La pulsión sexual la articula en la recurrente imagen de la construcción de la Teta Blanca. El sinsentido vital lo resume en la alegoría de una barca zarandeada entre avatares de una travesía de aventuras bizantinas. La mirada intelectual de Leonardo da a sus reflexiones una agobiante densidad moral solo atemperada por ironías y otros distanciamientos humorísticos. En último extremo, todo el relato pivota sobre la identidad escindida y multiplicada y sobre el problema de la culpa.
Como Leonardo es, o quiere ser, escritor, el esquema general del libro reposa en uno de los modelos de la narrativa de la pasada centuria, la novela de artista, en la que éste vuelca las muchas y traumatizantes angustias derivadas de no entender el mundo y de carecer de capacidad para enfrentarse a él. El resultado final es de un nihilismo cerrado. Esta apreciación, que valdría para cualquier tiempo, la acota el autor en un contexto histórico preciso, el de la herencia de la Transición, al sentirse Leonardo descendiente de los progres y procomunistas del último franquismo, de aquellos "pequeños combatientes", funcionarios y empresarios de la izquierda, a quienes salieron hijos "artistas y descuidados". A Leonardo nada le interesa la política y se recluye en su mundo privado. Este es el negro retrato del presente que hace Aguirre en una fábula para lectores avezados cuyo flanco débil, pecar de discursiva y abstracta, compensa con una poderosa imaginación.