Herejes
Leonardo Padura
6 septiembre, 2013 02:00Leonardo Padura. Foto: Alberto Cuéllar
Con el exilio de un tío y un sobrino judíos desde Polonia a la bulliciosa ciudad de La Habana de 1939, en tiempos de horror para Europa, se inicia esta nueva novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, 1955), que cosechó grandes éxitos con su anterior trabajo, El hombre que amaba a los perros. En este ambicioso Herejes pone en funcionamiento dos de sus mejores armas: su talento para las tramas detectivescas (Padura se ha forjado en el género negro) y, como acostumbra, un notable trabajo de documentación histórica, que en este caso brilla especialmente en el asunto de las persecuciones de judíos a partir del siglo XVII. El misterio en torno a un pequeño lienzo de Rembrandt, pintado en 1647, que pertenecía a la familia exiliada protagonista (los Kaminsky) y que reaparece en una subasta londinense en 2007 da juego para que Padura, sin desatender una escritura cuidada y exigente, sepa atrapar a los lectores a lo largo de quinientas densas páginas.Mucho suspense hay ya desde esa primera expectación infantil por la llegada a la isla de un transatlántico proveniente de Alemania con casi un millar de refugiados a bordo, una tensión narrativa mantenida a lo largo de los muchos vericuetos y saltos temporales que se proponen hasta el año 2009. La introducción en la trama de su renombrado investigador (Mario Conde) es también un acierto, un elemento que agiliza y puntea la historia convulsa de toda una saga familiar. Los diálogos del ex-policía Conde con sus amistades (mientras "toman rones y facturan pérdidas") y, sobre todo, con Elías Kaminsky, aportan gracia y naturalidad al conjunto del relato. A través de su detective, Padura evoca lugares y personas de la isla que ya se perdieron, valores de otro tiempo que hoy se echan en falta, tal vez porque el escritor se siente, como el personaje, miembro de "la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando".
La descripción del carácter cubano, su apertura y su capacidad para vivir, incluso en la adversidad, como si fuera una fiesta, es otro de los logros de esta historia. Se trata de una atrayente intriga, a partir de la cual van surgiendo asuntos como la parálisis e insolidaridad del mundo civilizado frente a los necesitados de ayuda en vísperas de la Segunda Guerra Mundial (ese barco de refugiados judíos lo rechaza sucesivamente Cuba, Estados Unidos o Canadá, y una mayoría de sus pasajeros terminará, de regreso, en Auschwitz), un drama humanitario repleto de paralelos históricos en suelo europeo que el autor pone de manifiesto (Holanda, Polonia, Rusia...) Mirar a otro lado, dudar, o ser tibios, en ciertos casos supone "la ratificación de una condena a muerte anunciada".
Leonardo Padura nos sumerge en la polémica por las obras de arte robadas a los judíos por los nazis y advierte del peligro de manipular a las masas (en Alemania, en Cuba o en cualquier lugar). No evita la referencia a la complicada y problemática formación del Estado de Israel en 1947. El detalle de la vida de Daniel Kaminsky, su trágico madurar, su más que comprensible transición del judaísmo al "escepticismo descreído", permiten al autor situarnos ante el que quizá sea el gran mensaje de fondo de este libro: una advertencia clara contra los fanatismos de una u otra índole, y un ruego no menos claro a favor de la tolerancia y el respeto por las diferentes maneras de pensar y estar en el mundo. Hay en esta obra el anhelo de un territorio donde nadie sea considerado inferior o hereje, un lugar en el que la verdadera convivencia sea posible. Como declara el tío del protagonista, el austero pero comprensivo Joseph Kaminsky: "Agradéceselo a Cuba. Aquí he trabajado, pasado penurias... pero he conocido otra vida donde a nadie le ha importado en qué idioma hago mis rezos".