Eloy Tizón. Foto: Antonio Moreno

Páginas de Espuma, 2013 . 163 páginas, 16 euros

Este nuevo título de Eloy Tizón (Madrid, 1964) reúne una decena de relatos breves. Pero conviene advertir inmediatamente que cada uno de ellos ofrece una insólita densidad y vale por muchas novelas largas, como cabía esperar de un escritor en quien la originalidad de cada enfoque narrativo y la calidad de la prosa lo singularizan como a muy pocos autores. Los cuentos -o sueños, o fragmentos, o discursos a medias- de Técnicas de iluminación no se ajustan a los cánones habituales del relato, como la linealidad cronológica o el encadenamiento diáfano de los hechos. Son difícilmente contables -a lo sumo darían para un esqueleto de tres o cuatro líneas-, porque las acciones se presentan a menudo de manera desvaída e incompleta, y su lugar es ocupado por las sensaciones; unas sensaciones que se traducen de un modo plástico, con inesperadas percepciones sinestésicas ("doy unos pocos pasos conmovido, bailando el claqué del dolor en la acera [...], mis piernas van volviéndose de mimbre, tengo un cesto de ropa sucia en la cabeza, respiro serrín, me ahogo", p. 59) o calificaciones sorprendentes ( "casas [...] pintadas de amarillo úrico", p. 61; "vecinos de mirada agropecuaria y pelo rústico", p. 91).



La narradora del relato titulado "Ciudad dormitorio" -digno de figurar en la más exigente antología- reflexiona acerca de un mundo sin amor: "Cuando nosotras nacimos, todo el amor del planeta se había gastado ya [...] El poco amor que quedaba estaba dicho en los libros, en las películas, en los telefilmes, en las óperas, clavado en las paredes de los museos, custodiado por vigilantes armados, e incluso tallado a gritos en las puertas de las letrinas con su caligrafía subnormal y su voz rota de cisterna" (p. 42). Pasajes como éste, o como los que, en la misma pieza, narran los viajes nocturnos de la protagonista en un tren de cercanías tras concluir su trabajo, ayudan a sugerir lo que importa del relato (la vida mortecina, la soledad, el temor a lo desconocido), muy por encima de la leve anécdota acerca del contenido de la caja misteriosa, enigma que permanece finalmente sin resolver porque en realidad es un asunto secundario.



Algo parecido podría decirse de los demás cuentos. Poco sabemos por qué huye de la ciudad la pareja con dos niños, internándose en campos, caminos desolados y bosques hostiles, porque lo que buscan no es un lugar, sino un estado de ánimo, una armonía, una serenidad de conciencia. En "Manchas solares", la historia de un fracaso matrimonial sólo sirve para descubrir un amor que perdura por encima de la traición y la deslealtad, y un fondo semejante es el de "El cielo en casa", donde el amor se revela como algo inconsistente cuando se apoya en una relación de dominio que lo desequilibra. "Alrededor de la boda", uno de los relatos más ortodoxamente "narrativos", esboza unos retratos de personajes jóvenes un tanto desnortados y vacíos que parecen salidos de una película de Fellini. En "La calidad del aire", donde tampoco llegamos a saber qué sucedió en la fiesta de la que escapó -o tal vez fue expulsado- el narrador, éste es un personaje que huye del pasado y que, sin saberlo, entrevé un futuro cuando una mujer deposita ante él un huevo sobre la mesa, que se convierte de este modo en símbolo de lo que está por llegar.



Pero en estas vidas grises y agobiadas hay siempre cierta indecisa aspiración a una pureza y una elevación espiritual que algunos elementos del paisaje subrayan: en "Fotosíntesis", donde se evoca también una ruptura amorosa, leemos: "Mires donde mires, la montaña siempre está ahí, con su elegancia picuda y su tocado de nieve, más pálida que una monja" (p. 18). Sin ambages: Tizón es un escritor sobresaliente.