Dolores Redondo. Foto: Manuel Nieves
He aquí un nuevo indicio de que en la formación lectora de muchos escritores actuales ha tenido una importancia primordial en la narrativa de misterio. Desde la inolvidable Miss Marple de Agatha Christie, varias mujeres se han convertido en investigadoras de crímenes, como la abogada Rebecka Martinson de la sueca Äsa Larson, y, entre nosotros, la inspectora Petra Delicado de Alicia Giménez Bartlett o la Cornelia Weber-Tejedor, policía alemana de madre española, creada por Rosa Ribas. Algunas son jueces, como la Mariana de Marco de Guelbenzu o la juez Lola Machor que protagoniza varias novelas de Reyes Calderón. Dolores Redondo (San Sebastián, 1969) dio vida en su novela anterior a la inspectora Amaia Salazar, de la policía foral navarra, eje también de esta segunda entrega, que tiene muchos puntos de contacto con la primera y que logrará también, sin duda alguna, un éxito popular análogo, porque contiene ciertos ingredientes que la distancian un tanto de las novelas convencionales de misterio.Leyendas y mitos antiguos condicionan la investigación de los crímenes y arrojan sobre la historia componentes sociológicos y antropológicos infrecuentes en esta modalidad narrativa. La figura del investigador principal no representa a un ser distante y superior, sino que se halla extraordinariamente humanizada -en la tradición de cierta novela negra-, con sus debilidades y temores, y la inspectora Salazar da a luz, amamanta a su hijo, se amarga por no poder atenderlo debidamente, soporta pesadillas que le despiertan oscuros sufrimientos infantiles y, en fin, ella misma y su familia se ven involucradas en los implacables crímenes de un psicópata escurridizo.
El marco de las acciones es el valle de Baztán, con sus paisajes, sus pueblos y sus caseríos minuciosa y certeramente descritos, y el esquema narrativo de la búsqueda del culpable -en alternancia con los episodios domésticos de la inspectora- está adecuadamente desarrollado, aunque hubiera sido preferible podar muchos datos irrelevantes, ciertos excursos antropológicos y algunas ensoñaciones sin demasiada función en el contexto, como el encuentro de Amaia con la enigmática muchacha cerca de la cueva. En cambio, las últimas cincuenta páginas de la novela son un modelo de ritmo y dosificación de los elementos narrativos donde la escritora alcanza su máximo nivel. Hay líneas de la historia que no se cierran, como la relación de la inspectora con el analista norteamericano Aloisius Dupree o con el juez Markina, y que es de suponer que se prolongarán en la novela siguiente. Son plausibles los perfiles de algunos personajes, tanto del entorno familiar de la inspectora -sus hermanas, la tía Engrasi- como de los otros policías, y conviene destacar los retratos del prelado Sarasola y del juez Markina, desarrollados con enorme eficacia. Y el lenguaje es funcional -con períodos acaso demasiado cultos en boca de personajes como Engrasi-, aunque de vez en cuando caiga en fórmulas tópicas: "el sudor que perlaba su rostro" (p. 47), "las lágrimas habían surcado su rostro" (p. 48), "sus manos se perlaron de gotitas de sudor" (p. 265), "un invernadero […] perlado desde el interior con millones de microscópicas gotas de agua" (p. 361). Hay también repeticiones evitables ("el hecho de que lo hubiera hecho", p. 125), algún giro latino pisoteado ("de motu proprio había decidido…", p. 316) y, de vez en cuando, una obediencia excesiva a vocablos oficinescos de moda, cuerpos extraños que se han incrustado en el organismo de nuestra lengua y que ya casi nadie siente hostiles, como el enojoso "tema": "El tema de las competencias entre cuerpos de policía dificultaba las cosas" (p. 279). Hubiera sido preferible "asunto", y mejor aún, "las competencias […] dificultaban". A pesar de todo, estas minucias no mermarán el éxito de una novela que busca entretener con dignidad, y lo consigue.