Carlos Zanón. Foto: Javi Martínez
Ésta es la tercera novela negra de Carlos Zanón (Barcelona, 1966) y confirma su particular versión de esta modalidad genérica. Aquí lo importante no es que exista un delito o enigma que deban investigarse, ni hay un detective encargado de llevar adelante las pesquisas y descubrir un sustrato tenebroso por debajo de apariencias confortables. Los delitos se producen al final, y la mirada del narrador enfoca directamente el inframundo barcelonés de personajes donde se desencadena el conflicto: un sórdido friso de perdedores, de gentes fracasadas en las que abundan los alcohólicos, los drogadictos, las gentes prostituidas de diversos modos, los pequeños delincuentes; de sujetos, en suma, que sobreviven como pueden, perdidas las ilusiones y los proyectos de antaño.Todo gira en torno a Francis, que cuenta con un pasado de efímera gloria como rockero -cuando era Mr. Frankie- y ahora se ve asediado por diversos y apremiantes conflictos: la falta de dinero, la imposibilidad de satisfacer la pensión de su exmujer y sus hijos, la necesidad de alcohol y drogas y también la difícil relación con un padre, del que escapó en una adolescencia de "cenas recalentadas, dormitorios compartidos con hermanos pequeños, padres embrutecidos por el trabajo, el fútbol por la radio y la resignación, madres frustradas, divertidas, presas y carceleras de todo y para todos" (p. 52). El relato, de ritmo entrecortado gracias a las numerosas frases breves e independientes que son como resoplidos de un angustioso jadeo -algo que recuerda inequívocamente ciertos recursos narrativos de González Ledesma-, pasa de la tercera persona al estilo indirecto libre para reproducir los pensamientos y estados de ánimo del personaje -a veces en forma de ensoñaciones oníricas-, que incluso monodialoga a veces consigo mismo, aprovechando la escisión entre el Francis de hoy y el recordado Mr. Frankie de tiempos mejores.
Junto a Francis habría que señalar varios personajes bien perfilados: su hermanastra Marisol -relación casi desconocida, que recuerda la de los hermanastros Raquel y Cristian en No llames a casa, la novela precedente del autor-; Paco, el odiado padre, culpable de muchas alevosías que oscurecieron la infancia de Francis y Marisol; el rico "protector" don Damián, mezclado en negocios turbios; el ambicioso guardaespaldas Xavi; algunas mujeres del pasado que se resisten a envejecer, como doña Imma -retratada con delicadeza- o Liz. Toda la historia es una concatenación de sucesos que precipitan a Francis, que se resistió a dejar su vida de modesto rockero para no "enfrentarse al vacío de ser de un día para otro adulto, uno más entre la nada" (p. 216), en una vorágine de violencia y destrucción crecientes que acentúa en las últimas páginas el panorama hosco y sombrío de la historia. Yo fui Johnny Thunders es una novela de extremada crudeza, escrita en una prosa deliberadamente chirriante y llena de aristas, elaborada para producir desasosiego y no complacencia. Los retóricos de la vieja guardia dirían que la forma y el fondo están aquí estrechamente unidos.
Sólo habría que reprocharle al autor ciertos descuidos idiomáticos, alguno de los cuales ya figuraba en su novela anterior: "lo suficiente lejos de su casa" (p. 86), "está tentado en concedérselo" (p. 135); un uso necesario del estiramiento léxico "culpabilizar" (pp. 190, 192) e incluso "culpabilización" (p. 254); "se digna a mirarle" (p. 298), "se ha enterado que…" (p. 254). No falta algún catalanismo irredento, fuera del diálogo: "el reproductor de casetes quizá vaya" (por ‘funcione', p. 123) o "le echará a faltar" (p. 153). Con todo, este lóbrego cuadro de la Barcelona nocturna y delictiva se sitúa en un lugar destacado de esa novela negra que, cada vez con más rasgos novedosos, se asienta progresivamente entre nosotros.