James Salter

Traducción de Jaime Zulaika. Salamandra. Barcelona, 2013. 384 páginas, 19 €

El fatalismo que se aprecia en las primeras novelas de James Salter (Nueva York, 1925), ambientadas en sus experiencias como piloto de combate en la guerra de Corea, se reproduce en Años luz, una novela que recrea la decadencia de un matrimonio norteamericano, cuya vida transcurre plácidamente en una casa de campo situada a las afueras de Nueva York. La casa no es una simple vivienda, sino la encarnación de una utopía. Situada a orillas del río Hudson, es una espaciosa mansión victoriana inundada por la luz del este. Está rodeada por otras casas similares y por árboles altos y frondosos. Los pájaros y las gaviotas sobrevuelan un paisaje que reproduce las telas intimistas de la pintura holandesa y las fantasías oníricas de Turner y Gainsborough.



En ese mundo idílico, viven Viri, un joven arquitecto judío, y su esposa Nedra, una mujer esbelta, elegante, desinhibida y con la belleza de una modelo de Christian Dior. Son los padres de Franca y Danny, dos niñas que identifican su infancia con el paraíso, pues su rutina no discurre entre rascacielos, sino en compañía de animales domésticos: un perro, un conejo, un poni, una tortuga. Sin embargo, ese paraíso es un espejismo. Lo deforme y lo injusto también anidan en el Edén. La hija de unos vecinos sufre la amputación de una pierna y, meses más tarde, muere de una infección. La existencia es un corto vuelo que esconde "una aterradora insignificancia". Viri y Nedra parecen la pareja perfecta, pero ni siquiera se tocan los pies en la cama. Ambos mantienen relaciones extraconyugales e intentan no pensar demasiado en su matrimonio.



James Salter nos deslumbra desde las primeras páginas con su prosa: poética, profunda, rebosante de metáforas y hallazgos verbales. El estilo no estrangula el relato, que discurre con enorme fluidez gracias a los diálogos chispeantes y las oportunas elipsis. Viri y Nedra confunden la dicha con el orden y la serenidad, pero no tardan en descubrir que la vida no se abastece de interpretaciones, sino de pasión y energía. La felicidad no es una acuarela armoniosa. Cada elección implica la demolición de otras alternativas. Es imposible corregir esa paradoja. Conviene ser irreflexivo, ciego y resuelto, como la tortuga que se pasea por el jardín de su casa. No se puede apaciguar la pasión con convencionalismos sociales.



Nedra le confiesa a Jivan, uno de sus amantes, que siente una "terrible dependencia de los otros", una irrefrenable "necesidad de amar". No es un impulso emocional, sino algo físico e incontrolable, que sólo se aplaca con la humillación y el dolor. "Cuando me haces eso", admite Nedra, refiriéndose al sexo anal, "tengo la sensación de que me voy tan lejos que no podré volver". James Salter nos describe el sexo como una experiencia de comunión y reciprocidad, sino como una enajenación, donde el placer se parece a los espasmos involuntarios de una rana asfixiada por una serpiente o la crispación de un puño.



El adulterio de Viri con Kaya no es menos humillante. Se comporta como un adolescente atolondrado y cuando Nedra le pide el divorcio, lejos de hervir de ira, siente que su cuerpo se ha convertido en un cadáver lavado con las frías aguas del río Hudson. Franca hereda el carácter de su madre y Danny el de su padre. Su débil autoestima provoca que cambie su nombre. Prefiere ser Karen y no la niña que creció en un hogar mecido por una dicha ficticia. El tiempo no es indulgente con los que deja atrás. Al final de su vida, Nedra piensa que el único amor verdadero es el filial, pero en sus entrañas aún palpita el deseo. Se mira en el espejo y lamenta que su carne ya no encienda pasiones insensatas y destructivas. Su fortaleza interior le permite sobrellevar esa pérdida con aparente indiferencia. No se arrepiente de nada y no se deja seducir por la nostalgia de una utopía malograda. Viri es más débil. Ya anciano, no puede evitar regresar a la vieja casa con vistas al río para merodear por sus alrededores. El paisaje se ha transformadopor completo. Se han levantado apartamentos, hay una gasolinera y la tierra parece haber cambiado de color. Pese a todo, algo permanece.



Estupefacto, reconoce a la tortuga que compró a sus hijas, caminando lentamente entre las hojas. Se agacha y la recoge. Su cara, "impasible y juiciosa", sugiere que el ser humano nunca conocerá su paz interior, donde no hay espacio para dilemas morales ni dolorosas elecciones. Años luz es una novela hermosa, tierna y cruel, que muestra la impotencia de la razón para superar las contradicciones entre el deseo y el compromiso.