Luciano G. Egido. Foto: Carrascal

Tusquets. Barcelona, 2014. 352 páginas, 19 euros. Ebook: 10'90 euros

La séptima novela de Luciano G. Egido (Salamanca, 1928) recuerda el final de la quinta, La piel del tiempo (2003), por la inundación de Salamanca, "en la que las catedrales bogaban en un océano abierto, de gaviotas libres y olor a algas marinas", como explica el autor en las dos páginas añadidas aTierra violenta. Y también recuerda a otras novelas con las que coincide en algún aspecto esencial. Una es La sima (2009), de José Mª Merino, por su indagación en la violencia en el pasado y presente de la sociedad española; la otra es Mazurca para dos muertos (1983), de Cela, por la lluvia incesante y la metaforización de la violencia como una constante de la vida española.



Tierra violenta, cuyo título y algunas situaciones están tomados de la Biblia, es una obra proteica por su texto fragmentado en secuencias con múltiples episodios de aparente autonomía pero conectados entre sí y también por su complejo simbolismo. Está compuesta de tres partes, con predominio de algunos temas en cada una y calculada gradación climática en su intensidad creciente. En un clima de violencia generalizada, que se mantiene y acrecienta en toda la novela, el odio impregna la primera parte como alimento de las más primitivas pasiones humanas. En la segunda se pasa de la violencia humana y social a la violencia de la naturaleza desatada en la lluvia que empieza a inundar la ciudad de Salamanca y, en consecuencia, el odio deriva en pánico. Y en la tercera, mucho más breve, se impone el terror ante la muerte segura en aquel mar de cadáveres desencadenado por la catástrofe, de la cual solo parece salvarse una cigüeña solitaria que planea sobre la ciudad sumergida.



Con plena coherencia y fidelidad a su territorio literario construido en torno a Salamanca y su provincia, el pasado y su gravitación en el presente, el autor aborda temas y problemas universales: el odio, el amor, el miedo, la muerte y, sobre todo, la violencia en la sociedad española y en su historia, aquí representadas en la ciudad de Salamanca con su geografía reconocible en sus dos catedrales, la Clerecía, la Plaza Mayor, la Casa de las Conchas y otros monumentos emblemáticos, sin que falten el Tormes y su Puente Romano. Hay en esta indagación en lo mejor y lo peor de la ciudad natal del autor una relación de amor-odio por el oro dorado de sus piedras, su belleza, la tradición y la cultura que componen el patrimonio forjado por muchos intelectuales y artistas, desde fray Luis a Unamuno, aunque ninguno de ellos era nativo de allí.



Al final, todo queda sepultado bajo el agua de las lluvias torrenciales, en un paisaje apocalíptico de cadáveres flotando en un mar inmóvil del que apenas sobresalen cúpulas, torres y campanarios de los edificios religiosos. Y las numerosas secuencias en que se fragmentan las tres partes resultan estructuralmente unidas en una novela por la recurrencia de los motivos más importantes, desde la geografía urbana salmantina y la creciente lluvia que todo lo inunda hasta la encarnación de las mismas pasiones y sentimientos humanos de odio, amor, amistad, miedo y terror en diferentes personajes, pasando por la interconexión de secuencias de las tres partes por medio de la reaparición de los mismos personajes en ellas: ejemplos ilustrativos pueden ser el paralítico en silla de ruedas y su criado, la panda de neonazis con sus bates, el campesino convertido en matón a sueldo, los cónyuges que se destrozan a golpes, el músico callejero que protagoniza una de las secuencias con más profundo aliento poético, los vecinos de una casa que no se hablan, el teniente y el soldado de guardia, el profesor emérito de la universidad, etc. Todos encarnan en distintas situaciones sentimientos de odio y rencor. Por eso resultan muy significativas las referencias a la Guerra Civil en la prehistoria de algunos personajes (una secuencia se centra en Franco), contadas desde un presente narrativo situado en el siglo XXI por un narrador en tercera persona que, a veces, cede la voz a sus criaturas en fragmentos narrados en primera persona, casi siempre adopta la visión de los personajes que ptotagonizan cada secuencia y en algún momento adopta la primera persona del plural en solidaridad con sus conciudadanos.



Esta estrategia narrativa favorece la riqueza y variedad de tonos y registros estilísticos, desde el solemne y académico del profesor hasta la jerga del marginado, pasando por los de militares, curas, monjas, camareros, albañiles y vecinos de toda índole; y desde la ruptura de toda solemnidad mediante una expresión coloquial ("todo se iba al garete", p. 331) hasta la enumeración caótica en consonancia con el cataclismo final (p. 339). Excelente novela. ángel basanta