Irene Zoé Alameda. Foto: Manuel Francisco Reina

Edhasa. Barcelona, 2013. 462 páginas, 16'50 euros

El año pasado, cierta revista dio que hablar por los elevados emolumentos con que gratificaba las colaboraciones de una desconocida Amy Martin. Quien se ocultaba tras aquel seudónimo publica ahora esta novela, en la que Warla Alkman -que, según las fotografías incluidas en el texto, es la misma Irene Zoe Alameda (Madrid, 1974)- recibe el encargo de seguir los pasos de la escritora Amy Martin (¿burla paródica de ciertas indagaciones pretéritas?), porque está a punto de conseguir el manuscrito que Graham Greene dejó inédito al morir, probablemente la última novela del escritor. El plan diseñado por el poderoso que se hace llamar Rey es arrebatar la obra a Amy Martin, una vez que ésta la consiga. Al mismo tiempo, y para cerciorarse de que Warla cumple adecuadamente su tarea, el Rey contrata a Fracques, un detective de infinitos recursos, con la misión de vigilar de cerca de Warla sin ser descubierto. Los informes y conversaciones de Fracques -gran parte de la novela está escrita en forma dialogada- lo convierten en el narrador principal de la historia. De este modo, las andanzas por varios países de Amy Martin -convertida en una sombra huidiza, hecha sólo de palabras-- y, a la postre, también de Warla, aparecen distorsionadas por el relato de Fracques, que, a su vez, se sirve de las informaciones de Nísper Nísper, lo que crea una especie de fuga de relatos superpuestos donde cabe todo: fotografías e ilustraciones intercaladas en el texto, conexiones a vídeos, partituras, referencias culturales múltiples, traducciones... Estamos en presencia de lo que la autora propone denominar dhigloficción (Digital Hybrid Global Fiction), es decir, ficción híbrida y global digitalizada, un "compendio de formas narrativas cargadas de sentido" (p. 406), y WA sería "la primera dhigloficción del futuro" (p. 407), una propuesta innovadora y vanguardista.



Lo cierto es que tal pretensión arroja menguados resultados, y que las escasas ingeniosidades, las notas aisladas de erudición, algunas ideas sensatas sobre la creación literaria que se deslizan de vez en cuando por las páginas y la inserción de elementos visuales que aspiran a subrayar como documentos la veracidad de la historia, no logran ocultar la trivialidad de las acciones, la ausencia de dosificación narrativa -con abundantes espacios inertes en el relato- o la mezcla desflecada de lo convencional y lo inverosímil que jalonan el relato. Tampoco ayuda un lenguaje que a veces parece traducido: "No he confrontado dificultades para no ser percibido" (p. 91); "reporta sólo lo que nos atañe" (p. 100); o impropio, sin más, como sucede cuando el narrador imagina a Warla "apoyada su espalda contra el dintel de alguna puerta" (p. 348), postura extremadamente improbable. En "inrastreable" (p. 230) hay una errónea prefijación, y en "he sentido autocompasión hacia mí mismo" (p. 272) sobra el prefijo parasitario. Las "modernidades" gráficas no añaden precisamente modernidad: "a cada un@"(p. 106); incluso en un párrafo dialogado: "te nos has adelantado a tod@s" (p. 158). Sin duda, la autora de esta novela tiene talento, pero desbocado y sin freno. No me parece que estos experimentos anuncien la ficción del futuro. Y, si es así, siempre nos quedarán Homero, Cervantes, Shakespeare, Flaubert, Tolstoi, Faulkner...