En Canciones del teatro oscuro, Santiago Martín Bermúdez (Madrid, 1947) esboza un fresco de un Madrid duplicado: el de los 50 y el de los 70. Se vale de un argumento traído con calzador según el cual, Lugdiw Rubirosa, un músico mediocre que se fue a Alemania en los 50, regresa a dar un concierto a la España del 74 y se ve envuelto en amoríos y una extraña conspiración política al Régimen. Sin embargo, el esfuerzo poco afortunado del argumento no desmerece el logro de la novela, que no es otro que el de la sucesión de estampas del Madrid de sabañones en el que bullen pícaros, cantaores, asesinos o folclóricos viciosos. Y también del Madrid convulso del 74 con su carrusel de siglas subversivas.
Con una prosa evocadora y con conocimiento de causa, Rubirosa -o el autor- usan la memoria sentimental de dos tiempos y de un país. El escritor entremezcla los folletines con la copla, las matinales del Price con la miseria triste del flamenco en lo que es una canción de amor a un Madrid hoy fenecido. Insisto en la fragilidad de lo que Martín Bermúdez utiliza como armazón narrativo y que dificulta el placer de una literatura de la memoria que hubiese sido completo si el escritor se hubiera centrado, sin rubor alguno, en una mera sucesión de cuadros de las épocas que retrata.
En suma, gozosa precipitación por abarcar el espíritu de dos épocas y un débil esqueleto argumental en un canto a una ciudad ya inexistente.