Francisco González Ledesma. Foto: Christian Maury

Menoscuarto. Palencia, 2014. 80 páginas, 11 euros

Tras una larga dedicación forzosa a la literatura de quiosco, con novelas del Oeste y de espionaje, la mayoría firmadas con el pseudónimo "Silver Kane", Francisco González Ledesma (Barcelona, 1927) se ha labrado un puesto esencial entre nosotros en el desarrollo de la novela negra y de intriga, sobre todo en los relatos protagonizados por el comisario Méndez, cuyas andanzas por Barcelona están teñidas por la melancolía de comprobar los cambios sufridos por la urbe de su juventud. El adoquín azul es una novela corta y en ella no aparece Méndez, pero sí una Barcelona cambiante y ciertos elementos de intriga. Con admirable economía de medios, González Ledesma parte de una anécdota casi minúscula para ampliarla hasta convertirla en la historia de una vida y en una reflexión sobre la memoria, el desarraigo, la vida colectiva española, la piedad y la frustración sentimental. Un narrador anónimo se dirige, en un prolongado informe que es como una confesión, a un ser supremo y omnisciente al que se apela como "Señor" y le cuenta la historia de Montero, un traductor que, tiroteado y herido por un policía de la inflexible brigada político-social del franquismo en 1945, puede escapar gracias a la ayuda de una desconocida mujer que le facilita más tarde su huida a Francia. Tras muchos años de exilio, comienza a volver a Barcelona durante sus vacaciones y dedica sus esfuerzos a intentar la localización de aquella mujer y el piso donde lo tuvo refugiado, si bien -exactamente como le sucede al comisario Méndez- "en el fondo, lo único que le importaba cada vez más era Barcelona, sus viejas luchas, sus ilusiones y su juventud perdida".



Las indagaciones del absorto Montero y sus itinerarios por una ciudad ya casi desconocida, su alejamiento cada vez mayor de la empresa editorial norteamericana para la que trabaja y que terminará abandonando, todo está narrado con una precisión casi telegráfica -léanse los originales resúmenes del exilio errante de Montero (p. 45) y de las comunicaciones apremiantes de la editorial (pp. 66-68)- que aprovecha cada conexión, cada detalle significativo y los engarza con extraordinaria sutileza hasta llegar a un desenlace tan escueto como memorable. Sería un lugar común -pero no por ello deja de ser cierto- recordar que este modo de contar debe mucho a la práctica de la literatura popular en que González Ledesma se ejercitó durante varios lustros. La calidad del relato es infrecuente, pero no se reduce a lo superficial ni se centra únicamente en las idas y venidas del personaje, sino que profundiza en su perfil y en el de la mujer buscada, y transforma las peripecias de Montero en la representación de fenómenos y experiencias universales -la crueldad dictatorial, el desarraigo, la nostalgia de las ocasiones perdidas, la ciudad como espejo que refleja el paso del tiempo, la decepción del temps retrouvé- que en muchos lectores podrán encontrar resonancias cordiales y motivos para la empatía. La variedad de registros narrativos puestos en juego en esta breve novela es más que suficiente para acreditar, por si no lo estuviera ya, la maestría de un autor que mantiene intacta su capacidad creativa.