Juan José Millás. Foto: Madero Cubero

Seix Barral. Barcelona, 2014. 328 páginas, 17'50 euros. Ebook: 9'99 e.

La mujer loca se sitúa en una línea de softpower narrativo que a menudo ha practicado Juan José Millás (Valencia, 1946): el juego fabulador se presenta bajo una apariencia risueñamente paradójica, el estilo aspira a una llaneza ágil y pulcra, y las ideas revolotean sin excesiva densidad pero con vocación de encanto y emoción. En este sentido, es una novela cuya naturaleza no sorprenderá a los lectores que ya conozcan al autor.



La mujer loca del título es una pescadera llamada Julia que recibe cada noche la visita de palabras y frases aquejadas de todo tipo de angustias: al parecer, necesitan repasar las lecciones gramaticales que se enseñan en el instituto (concordancia, género y número) para estar seguras de su lugar en el mundo. Esta pescadera, por otra parte, tiene un jefe filólogo llamado Roberto (porque "de lo primero que se quita la gente en épocas de crisis es del marisco y de la filología"; admitamos que es un chiste tan audaz como una foto de gatito) y comparte piso con un matrimonio mayor, Serafín y Emérita.



Emérita es una enferma crónica que defiende su derecho a una muerte digna, y por esa razón alguien la pone en contacto con el escritor y periodista Juan José Millás, un señor que casi se parece tanto a Paul Auster como a Juan José Millás, y que se comporta como es preceptivo en ciertas novelas de Juan José Millás: afirma tener un doble, hace bromas sobre colonoscopias y frases copulativas (que follan con las adversativas, nada menos), y asegura que la realidad y la ficción son dimensiones intrincadamente confusas. Por eso, Millás (el personaje) dice no saber si está escribiendo una novela o un reportaje; y si es novela, si es falsa o verdadera, legal o ilegal.



Aunque Millás escribe impecablemente, la prosa y todo el conjunto emanan una sensación reiterativa. Aquí su juego no parece algo profundamente serio, sino más bien profundamente calculado para evitar el abismo. Cualquier abismo. Esto es importante, porque muchos pasajes de La mujer loca sólo pueden entenderse (sus cuarenta primeras páginas casi molestas, por ejemplo) desde las posibilidades del juego para provocar grietas insólitas o desasosegantes en una realidad lingüística y física que solemos dar por descontada porque parece, pero sólo parece, rutinaria. Por desgracia, los automatismos que ese juego pone en marcha no son, esta vez, mucho más reveladores ni radicales que aquellos a los que Millás trata de poner en jaque.



En un pasaje, se nos dice que Juan José Millás escribe mezclando "lo que ocurría con lo que se le ocurría"; pensando que quien a ingenio mata bien puede a ingenio morir, me tienta afirmar que Millás, en definitiva, escribe ocurrencias. Sin embargo, no sería justo ni exacto: en realidad, el novelista mantiene intacto el oficio, y con él un sentido arquitectónico de su propuesta. De hecho, el lector agradece la levedad elegante de sus reflexiones en torno a ese oficio. Pero es que esto nos lleva a un escenario igualmente insatisfactorio: el de un manierismo de sí mismo que garantiza, es verdad, que La mujer loca pueda leerse sin problemas, pero en dos sentidos distintos. ¿Aburrimiento? Imposible: Millás sabe armar perfectamente esta sencilla trama y sus derivas parabólicas, sin complicarse pero sin tropezar. Pero, ¿y esa "extrañeza" problemática que el mismo autor dice desear para su novela? De esa no hay ninguna.