Bernardo Atxaga. Foto: Araba Press
Si esta afirmación no se interpreta torcidamente, no será exagerado asegurar que, desde su primera y celebrada obra, Obabakoak (1989), Bernardo Atxaga (Asteasu -Guipúzcoa-, 1951) ha venido ofreciéndonos distintas variantes de aquella novela inicial. Días de Nevada es una buena muestra de la fidelidad del autor a unos principios y a una técnica narrativa que culminaron en aquella memorable reconstrucción artística de una pequeña comunidad vasca, aunque el marco geográfico de las acciones sea en este caso diferente. Para empezar, Días de Nevada es un título deliberadamente anfibológico, porque muchas escenas se desarrollan en un paisaje nevado, pero el hecho es que transcurren junto a Reno, en el estado norteamericano de Nevada, cuya universidad ha invitado a pasar casi un año al escritor-narrador de este relato, que acude con su mujer y sus dos hijas y cuya identificación no es difícil si advertimos, por ejemplo, cómo él mismo recuerda en un momento determinado (p. 210) que en 1992 se hallaba en Francia escribiendo la novela El hombre solo, publicada por Atxaga, en efecto, en 1994. Días de Nevada tiene mucho de crónica discontinua que da cuenta de los diez meses de estancia del escritor en el territorio norteamericano. Pero la vida -y la mirada- se centran en un lugar pequeño y poco poblado que, salvando las distancias, viene a ser un equivalente funcional de Obaba. Y, como allí, el escritor se detiene a perfilar algunos personajes y sus historias: Earle, el profesor jubilado; Dennis, el experto en informática e insectos; Mary Lore Bidart, directora del Centro de estudios vascos de la universidad, y su marido Mannix; Jeff, el erudito tipógrafo… La consulta diaria del periódico local Reno Gazette-Journal proporciona las noticias: varios casos de violación y un asesinato que alertan a la policía e inquietan a los vecinos, la desaparición del aventurero Steve Fossett o la presencia en Reno, por separado, de Obama y Hillary Clinton, a cuyos mítines asiste el narrador. La historia coetánea se filtra igualmente mediante noticias de la guerra de Irak y el homenaje a un soldado local muerto en la contienda. El entorno geográfico se resuelve en el relato de varias excursiones al desierto, con lugares como Pyramid Lake y la reserva de los indios paiute, así como en la evocación de los paisajes donde Huston rodó The Misfits con Marilyn Monroe. Y todo esto -personajes, acciones, lugares- acaba por remitir siempre a recuerdos, anécdotas y personajes de la tierra natal, porque el pasado moldea y determina el presente y, como en otras novelas del autor, el vínculo permanente con los orígenes constituye un asidero necesario, aunque aquí lejano, ya sin la inmediatez de Obabakoak: los padres y su fallecimiento, los hermanos, las amistades de la adolescencia, el primo muerto… Y lo vasco se recuerda en la evocación de los miles de pastores que vivieron, trabajaron y murieron en tierras de Nevada y de Utah, o en la presencia del boxeador Paulino Uzcudun en Reno, donde peleó en 1931 con Max Baer. La historia de Uzcudun -que recuerda al tipo del forzudo Ubande delineado en El hijo del acordeonista (2004)- y, sobre todo, de su padre, así como la más actual, ya en Estados Unidos, de Adrián y Nadia, poseen una especial delicadeza y son modelos de excelente narración. Lo es, en general, toda la obra, aunque en esta urdimbre de tipos y anécdotas que la configura no todos los elementos tengan el mismo interés, y la fidelidad cronística, con su inevitable reducción de la inventiva, obligue a recoger algunas trivialidades y reiteraciones que podrían haberse omitido. Atxaga es, sin duda, un buen escritor, y por eso deja la impresión de que podía haber llegado más lejos.
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