Luis Landero. Foto: Justy García Koch
La aparición de una obra de Luis Landero (Alburquerque -Badajoz-, 1948) es una buena noticia, porque Landero figura entre la media docena de narradores actuales que aún seguirán encontrando lectores complacientes dentro de varias décadas, al contrario que la mayoría de sus coetáneos. El balcón en invierno ofrece, además, varias particularidades de interés. En primer lugar, se trata de una narración autobiográfica. El autor explica por qué ha renunciado a escribir en este caso una historia de ficción y ha preferido bucear en los entresijos de su memoria para sacar a flote sus años de infancia y adolescencia, la relación con su familia, los meandros de sus primeros trabajos -auxiliar administrativo, guitarrista…- y de su tardía y azarosa formación de lector. No es una autobiografía en el sentido estricto del término; ni recoge todos los años vividos ni los ordena cronológicamente, pero es una "deshilvanada y verdadera historia de recuerdos" (p. 234). Más rotundamente: "Esta vez no hay mentiras. Es un libro donde todo lo que se dice es verdad" (p. 212). Dicho de otro modo: no se cuenta todo -y menos aún de la edad adulta-, pero todo lo que se cuenta es cierto.No deja de ser paradójico que Landero, que comenzó su carrera con Juegos de la edad tardía creando un personaje -el oficinista Gregorio Olías- capaz de inventarse una vida fantástica, transmutado en Augusto Faroni, haya eliminado aquí todo atisbo de ficción al pasar de la novela al libro de recuerdos. Pero en ambos casos la intervención del narrador modula la historia, la matiza y selecciona sus componentes. Por otra parte, en todas las novelas del autor hay, debidamente transformados o desfigurados, elementos autobiográficos. Aquí varía la proporción -todo el contenido es autobiográfico, en resumidas cuentas-, pero existe manipulación narrativa en la elección de los hechos y su presentación -porque, como ya se ha dicho, no brotan en sucesión cronológica, sino con la temporalidad caprichosa de los recuerdos-, así como en la visión y la interpretación de los mismos. Leer la obra de un modo u otro depende de la atención o el interés que se ponga en las sustancias de contenido de la historia.
Porque lo que se presenta como un relato de formación -y lo es, sin duda, porque no elude ninguno de los datos esenciales- contiene también una buena galería de retratos: además de los padres, la abuela Frasca, los tíos Ignacio y Santa, el abuelo Luis y sus infinitas habilidades, el atractivo e inconstante primo Paco, el artesano Hilario… Y, por encima de todo esto, constituye la recreación, tamizada por los recuerdos y la lejanía, de un mundo rural, fuertemente singularizado por sus paisajes, lugares y olores, condenado a la uniformidad y a la desaparición.
La evocación de los años pasados en Alburquerque, que son los de la infancia del autor, contrasta con los cambios que percibe cuando, convertido en adulto y escritor conocido, vuelve de visita a unos lugares que ya no son los mismos. Ni siquiera las viejas palabras de los lugareños, rememoradas con delectación -farraguas, peruétano, morgañera, perrengue, empicarse y otras- parecen ya familiares y habituales entre los más jóvenes, y "no tardarán en olvidarse por completo, como todas las cosas del mundo campesino de entonces. Todo, todo se perderá"(p. 229).
Estas reflexiones nostálgicas y casi elegíacas descubren súbitamente la razón de ser de la escritura en general y, en particular, de la función encomendada a El balcón en invierno: "Acaso estas páginas puedan servir para que lo vivido no se pierda del todo, y para que algún día los futuros descendientes de los hojalateros ambulantes puedan captar un destello, un eco, de las vidas anónimas de sus antecesores" (p. 244). La literatura -con ficción o sin ella- preserva el pasado, lo prolonga y lo fija, y es, en suma, el modo más seguro de luchar contra la destrucción.
Landero ha compuesto una obra excelente y, como era de esperar, excelentemente escrita. El recuerdo de las andanzas infantiles en el campo y el relato de los primeros tiempos en Madrid contienen páginas soberbias por la precisión y sencillez con que están contadas. El buen lector, un poco saciado de la prosa hinchada o trivial, sabrá apreciarlas con gozo.