Patrick Modiano. Foto: Sophie Bassouls
Demasiados escritores actuales suenan a hueco, a falso, porque se quedan cortos de experiencias, de reflexión, de vida. Sus historias no manan de un pozo artesiano interior, simplemente fluyen de un grifo común. Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), en cambio, es de los narradores que siempre ofrece una novela compleja, una historia que corta la realidad con una perspectiva nueva, y escrita con talento verbal. Sus personajes, como el protagonista y narrador de esta obra, son seres de ficción diseñados con la verdad de lo real. Se llama Jean, y de su mano conoceremos a un puñado de personas del París de los sesenta del siglo pasado, cuando Argelia luchaba por independizarse. Todo ello contado desde el presente.La memoria juega un papel esencial en el texto, pero no del tipo proustiano donde la sensualidad de los recuerdos deshojan la flor del pasado, sino la de un personaje que tiene que reconstruir el ayer a base de retazos de recuerdos, muchos difuminados por el olvido, de los apuntes hechos en unas agendas de las conversaciones mantenidas hace treinta años y de detallados informes policiales. Quizás incluso tiene que echar mano de mapas, de guías turísticas, para asegurarse de que al menos la geografía urbana de París donde se sitúan los recuerdos es la verdadera. Curiosamente, Jean, que se dedica a estudiar la vida intelectual de fines del setecientos y comienzos del ochocientos, se da cuenta de que sus datos, los recogidos en los documentos de aquella época, poseen mayor solidez que los proveídos por la memoria de su propia vida.
Resultan sumamente borrosos los recuerdos de su relación con Dannie, su viejo amor. Una mujer enigmática, que el recuerdo devuelve reflejada con una atractiva inconcreción. Lo cual ofrece una pista importante sobre esa paradoja que vivimos a diario: el pasado, el contado en los libros de historia, parece más fiable que el presente vital. Una verdad incierta, pero necesaria para mantener los misterios de la vida bajo control, asumibles. Jean, pues, pasea por París y recuerda cómo era la ciudad, donde los nuevos edificios han borrado los antiguos o las calles variaron su trazado, mientras busca averiguar la verdadera identidad de su desaparecida amiga Dannie.
Poco a poco, los recuerdos hilan una trama de novela negra. Los amigos de Dannie, con quienes se reunía en el café de un hotel, aparecen como seres misteriosos. La confesión de un amigo de origen marroquí, casado, amante ocasional de Dannie, le reveló que la joven usaba un carné de identidad falso, donde figura el nombre de la mujer del marroquí. También recuerda que la policía le interrogó sobre su relación con Dannie y sus amigos, todos ellos relacionados con la Francia colonial africana. Jean anda perdido, pues su relación con ese grupo de conspiradores fue de hola y adiós, aunque sí sabe que su amiga guardaba secretos inconfesables, relacionados quizás con que a veces aparecía de madrugada en su casa. ¿Para ocultarse?, ¿había cometido ella algún crimen? Tampoco le importa demasiado.
Así pues, el protagonista se ve mezclado en un asunto sin tener parte en el mismo. Entra en las brumas del pasado, donde los hechos, el trato de Dannie con los conspiradores, con el marroquí, su cuestionable estatus de estudiante en la universidad, todo ello permanece en el lado oscuro, inexplicable de la realidad. Recordamos así aquella imagen de Borges, de cómo trenzamos la realidad con arena, que se escapa de nuestras manos apenas la tocamos. Darle forma a la vida, a los recuerdos supone siempre un acto complicado, a no ser que vayamos al puro dato, la dirección de la casa donde vivimos, pero el resto queda inconcreto.
La traductora del texto, María Teresa Gallego Urrutia, merece una mención especial por la riqueza expresiva, verbal y sintáctica, con la que ha realizado su labor.