Fulgencio Argüelles

Acantilado. Barcelona, 2014. 308 páginas, 18 euros

El asturiano Fulgencio Argüelles (1955) ha situado su narración en un marco geográfico que le es familiar: un pequeño y brumoso pueblo minero de Asturias desde poco antes de la guerra civil hasta su conclusión. Pero no estamos ante una novela más sobre la contienda, porque los sucesos bélicos llegan al lugar como con sordina, a pesar del destrozo de una bomba y de que algunos vecinos regresen del frente heridos o mutilados. Lo que interesaba al autor era el dibujo de los personajes y una acción sostenida por pequeñas anécdotas: el fallecimiento del párroco y su inmediata sustitución por otro más joven; el enigma del adolescente Edipio, cuya madre, María Casta, se niega a revelar la identidad del padre; la desgracia de Felicitas, enloquecida por la desaparición de su primo Juan Jacobo; el empeño de Digna Emerita por conseguir un armario especial; La devoción sindicalista de Lucio Pelayo; la atracción de Edipio por Irmina; las discusiones ideológicas entre el párroco Carmelo Pantaleón y el maestro Conrado, agnóstico y buen polemista; la iniciación sexual de Edipio y la reacción de Zulema...



Estas y otras pequeñas historias van alternando en capítulos diferentes, mientras las escasas noticias que llegan del exterior apuntan a la tensión creciente entre el gobierno y los militares. Nada cabe objetar a la cuidadosa composición del relato, que no deja cabos sueltos y ahonda, a menudo con acierto, en los pensamientos y sensaciones de los personajes (hay que recordar los conflictos internos del párroco, de María Casta, de Zulema), además de atender en cada momento y con detenimiento, utilizando un léxico en el que no faltan algunos asturianismos (antojana, llábana), a los caracteres del lluvioso paisaje por donde se mueven.



Estas virtudes de la prosa de Argüelles son, sin embargo, lo que daña más a la narración. Muchos diálogos adolecen de un envaramiento inadecuado o se prolongan con demasía, incluso cuando se producen entre personajes no excesivamente cultos, como Efrén, Pascual o Erasmo. Los enfrentamientos dialécticos entre el maestro y el párroco, reiterados en varias ocasiones y con argumentos de escasa novedad, podrían también haberse reducido. Y lo más grave es la aparición en varios parlamentos de construcciones marcadamente artificiosas y retóricas. En una réplica del maestro Conrado (p. 116) hay tres enunciados anafóricos sucesivos, encabezados por el sujeto "aquellos", seguidos de un extenso período paralelístico y anafórico ("cuando ningún hombre tenga que guerrear [...] porque la tierra será [...], cuando el hombre no tenga que mentir, porque todos [...], cuando nadie tenga que robar [...] porque dispondrá [...], cuando no necesite matar [...] porque nadie albergará [...] y cuando no existan [...] porque todos vivirán...").



Ni la oratoria decimonónica llegaría a tanto en una conversación, aunque los interlocutores fueran extremadamente cultos. Y algo parecido con respecto a la concepción acumulativa con que están compuestas muchas páginas, podría añadirse a las prolongadas series enumerativas que encadenan nombres de árboles y plantas (p. 132), de flores (p. 148), de pájaros (p. 133) o de objetos y marcas de ungüentos de belleza (pp. 140-141), por mucho que en este último caso se advierta la intención de proporcionar rasgos de época.



Falta en No encuentro mi cara en el espejo el equilibrio deseable entre escritura y relato. El escritor aplasta casi siempre al narrador. Por eso muchos diálogos carecen de naturalidad y se prolongan más de lo debido. Los perfiles psicológicos de algunos personajes -sobre todo Edipio, el párroco, Zulema o María Casta- cuentan entre los logros más destacados de la novela, a la que le sobra algo de literatura y mucho de retórica (y no en el mejor sentido de estos conceptos).