Traducción de Eva Millet. Libros del Asteroide. 404 pp. 23'95 e.

Dominick Dunne no es Truman Capote. Tampoco es Edith Wharton. Pero en su eficaz novela, Las dos señoras Grenville, al autor de Connecticut (1925-2009), vinculado muchos años a Vanity Fair, le rondan los espíritus de ambos.



Aunque la novela se publicó en 1985, el tono decadente de este relato sobre la clase alta de Nueva York responde estilísticamente a la época del inicio de la trama, la década de los 40. Si Scott Fitzgerald concibió a Jay Gatsby, como un muchacho pobre en un mundo de ricos, la protagonista de Dunne, de soltera la corista provinciana Ann Arden, podría ser descrita como la mujer del arroyo que subió a lo más alto para precipitarse en el fango del desprecio. En 1987, Ann Margret y Claudette Colbert interpretaron en el cine a la recién llegada señora Grenville y a su suegra, la vieja dama de alcurnia y espíritu de cemento.



Truman Capote está presente en esta tragicomedia, no sólo por las veladuras de la atmósfera high society con basura bajo la alfombra, recreada por el autor. También está encarnado en uno de los personajes: el periodista narrador, que revela la ascensión y caída de la segunda señora Grenville, muy implicado en el melodramático final.



La novela está basada en el homicidio real del multimillonario William Woodward, Jr., en 1955, a manos de su esposa, la exbailarina Ann Eden Crowell, durante unos años brillante dama de la sociedad norteamericana. La señora Woodward, tras asistir a una fiesta en honor de la Duquesa de Windsor, disparó a su marido confundiéndolo con un ladrón. En la vida real, la salida de Plegarias atendidas, de Truman Capote, en el que culpaba a la arribista esposa de asesinato premeditado, fue el detonante del suicidio de Ann Woodward en 1975.



Los paralelismos en la ficción de Dunne con los escándalos que agitaron a los Woodward durante cuatro décadas son absolutos. La guerra soterrada de las dos damas Grenville se construye sobre un drama real. Se nos muestra el teatro del lujo, sus trampas, su relativismo moral; un mundo, cuyas barreras de hormigón destrozan a los advenedizos. Escuchamos lo que dicen los banqueros, hijos y nietos de banqueros, y los cuchicheos de las snobs y los trepadores. Pero también escudriñamos sus pensamientos, irrumpimos en sus indecencias, paseamos por sus fiestas sin dejar de observar los meandros de sus hipocresías, sin embellecimiento alguno. Estremece el vértigo de la caída. Al final, los que pierden son los débiles. Como siempre.