Gladys Huntington. Foto: Archivo

Traducción de Cecilia Ceriani. Acantilado. Barcelona, 2014. 448 páginas, 29 euros

Las obras maestras son auténticas rarezas y casi siempre encierran algo monstruoso. Este principio se cumple rigurosamente en Madame Solario, de Gladys Huntington (1887-1959) que puede interpretarse como el canto del cisne de la aristocracia europea, pero también como un desafío a la moral tradicional. Publicada de forma anónima en el año 1956 y traducida ahora por vez primera al castellano, su mensaje es profundamente turbador: el deseo nunca deja de conspirar contra las inhibiciones, cuestionando los valores que sostienen nuestra civilización. Es amoral, no se preocupa por el bien público y nuca renuncia a sus metas.



Madame Solario transcurre en un exquisito hotel de Cadenabbia, situado a orillas del lago Como. Bernard Middleton, un joven inglés al que su familia ha preparado un tedioso futuro como banquero, se aloja en sus habitaciones, disfrutando de un paisaje idílico: montañas azuladas, apacibles aldeas doradas por el sol y villas de estilo romano entre cipreses umbríos. Los clientes del hotel no son menos fascinantes. Hacia 1906, las jóvenes de la alta sociedad parecen estampas modernistas o ilusiones impresionistas, que circundan el lago con sombreros de ala ancha y faldas largas de color pastel. No es simple ostentación social, sino una forma de vida que no busca pretextos morales para disfrutar de lo inmediato.



Natalia ("Nelly") Solario y su hermano Eugene Harden encarnan todas las cualidades y miserias de ese mundo: belleza, misterio, arrogancia, desdén por los tabúes. Son los héroes de ese romanticismo tardío (o decadentismo) que concibe la belleza como algo turbio y demoníaco. El famoso À rebours (1884) de Huysmans es el nuevo decálogo de una generación de dandis y mujeres fatales que no temen condenar su alma por aventurarse en el territorio de los placeres prohibidos. Natalia es una joven viuda que sufrió la violencia sexual de su padrastro. Eugene hirió al violador con un disparo, pero -al igual que en la Grecia homérica- la ley permaneció al margen. Bernard se enamora de Natalia, pero es una pasión inofensiva. No se puede decir lo mismo del vínculo entre los dos hermanos. En una escena llena de tensiones y secretas complicidades, Eugene, que ha reaparecido después de una ausencia de doce años, revela sus verdaderas intenciones: "¡Éste no es el único lugar del mundo! ¡Podríamos marcharnos a otra parte y ver quién nos sigue!". Aunque ha vuelto al lado de su hermana para comunicarle que la herencia familiar se ha esfumado y debe buscar un matrimonio ventajoso para salvar a los dos de la ruina, no soporta la idea de que se case con otro. Le aterra la miseria, pero no puede reprimir la atracción que experimenta por su hermana. Cuando ella le suplica que no piense más en la situación, Eugene, frustrado y rabioso, contesta: "Yo pienso más allá de eso, en tomar disposiciones para que llegue el día en que podamos vivir en paz y nos riamos juntos de todo esto".



Madame Solario es un prodigio de estilo y maestría narrativa. Su perfección formal y su valentía para abordar el incesto (el tabú que Freud situó en el umbral de la civilización), explican la fascinación de Margarite Yourcenar, que atesoraba en su mesa de noche dos ejemplares de la obra. Se ha dicho que la atmósfera del relato recuerda a Henry James, pero no está de más señalar que también podría ser una obra de una Jane Austen liberada de la moral victoriana. Solo en los años 80 salió a la luz que Madame Solario era una novela de la norteamericana Gladys Huntington, compuesta en 1916. Gladys dejó un par de relatos, una pieza de teatro y otra novela, que se extravió sin remedio, pero no quiso que asociaran su nombre a un libro calificado de "sutil amoralidad". Hija de una familia cuáquera, Gladys se suicidó el 30 de abril de 1959. No era el primer caso en su familia. Una hermana anoréxica se había quitado la vida tiempo atrás. "Nuestro mundo se hunde", dejó escrito Gladys en su diario. Es un triste final para la autora de Madame Solario, que nos legó algo "único, un Frankenstein", según las palabras de su marido, el notable editor Constant Huntington. La posteridad les ha dado la razón, insinuando que el precio del arte es la infelicidad.