Pilar Eyre. Foto: Santi Cogolludo
Es obvia la intención de jugar con los sonidos de las dos palabras parónimas ("verte", en lugar de "verde") que se disputan la sonoridad en el título, pero la eficacia del recurso es indiscutible: induce a detenerse en él. La información de la contraportada corrobora el género del relato que contiene, "una bella historia de amor entre una mujer que se atreve a llegar hasta el límite y un hombre secuestrado por unos sentimientos imprevistos". Y ya en la historia, leemos que el proyecto que tenía entre manos Pilar Eyre (Barcelona, 1951), antes de emprender el "relato real" que la convirtió en narradora del episodio de "amor de verdad", protagonizado por ella misma, no era ofrecer su vida "en canal", como así acaba ocurriendo, sino responder a un encargo "para ayudar a mujeres maduras y abandonadas" a tener algo a qué aferrarse. Pero la intensidad de las emociones vividas y la necesidad de exorcizar miedos y frustraciones tras una peripecia amorosa colmada de expectativas no cumplidas, la lanzó a escudarse en el tono directo del relato autobiográfico que ocupa las páginas de Mi color favorito es verte.Ahí lo cuenta todo: lo que empezó como un flechazo entre ella y un hombre más joven, corresponsal de guerra, y su inesperada despedida y desaparición, con la urgencia de un agente secreto con destino en Siria. Y en lo que acabó: pasión, deseo, posterior soledad, desazón... Estos resortes empujan el relato en una dirección que lo fortalece, pues a él se incorpora la intriga al simultanear la autora su testimonio autobiográfico con la improvisada actuación para rastrear la misteriosa identidad de Sébastian Pagès, y confirmar la verdadera dimensión de lo vivido. Ese giro es un acierto, como lo es parapetarse en la ironía en busca del eficaz remedio distanciador del dolor desencadenado por la enfermedad en la que deriva toda pasión, el posterior desengaño y la nostalgia.
La mezcla de ingredientes tan dispares da como resultado una particular comedia, sazonada con situaciones y personajes satirizados con enorme expresividad (las primas, los padres muertos, su hijo...), lo que alivia la tensión y la intensidad de un discurso que se enquista demasiado en sí mismo. No era fácil prometer "una bella historia de amor", deconstruirla, envolverla en cierto misterio, anclarla en la voz de la autora, narradora y protagonista, y no perder el aliento. Y sí, hay que reconocer que la escritora torea bien el desafío de posar ante sí misma para un desnudo del que no era nada fácil salir airosa.