Santiago Gamboa. Foto: Begoña Rivas

Random House. Barcelona, 2014. 294 páginas, 16'90 euros

El colombiano Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) ha ido convirtiéndose con sus relatos y novelas, a lo largo de tres lustros, en cronista fiel y atento de la sociedad urbana, en observador riguroso de unos personajes, unas costumbres y unos modos de vida que han ido haciéndose cada vez más uniformes, arrastrados por los efectos de las comunicaciones rápidas, la globalización y el mimetismo. Hay que advertir, sin embargo, que Perder es cuestión de método es su segunda novela, tras Páginas de vuelta (1995), y que el estilo narrativo del autor ha ido madurando y adensándose en las siete u ocho narraciones posteriores, de las que Perder es cuestión de tiempo viene a ser un primer tanteo, un cañamazo bien orientado pero todavía un tanto insuficiente.



Estamos ante el germen del mejor Gamboa, que presenta ya aquí algunos rasgos que serán característicos de su obra: unos personajes un tanto desnortados, un periodista como protagonista y testigo, unas relaciones sentimentales inseguras, una ciudad que parece inabarcable, donde se dan los mayores contrastes y en la que la violencia originada por el narcotráfico y los grupos sediciosos ha sido desplazada por una red interminable de corruptelas y delitos de guante blanco que a veces desembocan en el asesinato, como sucede aquí desde el comienzo. Gamboa ha seguido el patrón o modelo de la llamada novela negra: la indagación de un misterio da lugar al descubrimiento progresivo de una sociedad cuyos dirigentes sólo desean enriquecerse con negocios que puedan parecer legítimos: la recalificación de terrenos por parte de las autoridades municipales, las maniobras para construir viviendas de lujo en un lugar inapropiado, los sobornos y comisiones con que constructores, concejales e intermediarios procuran alcanzar sus propios beneficios. Acaso los 17 años que ya tiene han pesado excesivamente sobre la novela, porque lo que antes estaba oculto o era excepcional es ahora noticia casi diaria, lo que atenúa la novedad que la obra pudo tener en el momento de su aparición.



Quedan, a pesar de ello, muchos elementos narrativos de notable solidez. Así, la facilidad para componer diálogos creíbles -y algunos memorables, como los que se dan entre Silampa y Mónica- y páginas de enorme riqueza expresiva, como las intervenciones del capitán Aristófanes Moya para explicar su vida ante los asociados de La Última Cena. Por otra parte, los sujetos de la conspiración -el abogado Barragán, el concejal Esquilache, el doctor Vargas Vicuña- aparecen con perfiles bien definidos. Pero las ideas y venidas de Silampa y Estupiñán, sobre todo en la última parte de la novela, acaban introduciendo muchos elementos reiterativos y la obra va desflecándose y perdiendo la frescura inicial. El autor conserva la capacidad expresiva, pero la composición narrativa alarga innecesariamente la historia, hasta llegar a un desenlace más pálido de lo que parecía prometer el planteamiento y desarrollo del relato. Hay en estas páginas un prometedor anuncio de buen novelista que aún no ha cuajado adecuadamente. El Gamboa posterior sorteará casi todos estos defectos sin perder sus rasgos más personales.