Javier Mije. Foto: Acantilado
Acantilado. Barcelona, 2014. 157 páginas, 15 euros
El narrador interpreta que el título se refiere a la última noche del Madrid sitiado de 1939, y se dispone a componer escenas que permitan recrear aquellas tensas horas anteriores a la entrada de las tropas franquistas en la capital de España. Para ello se provee de libros y material gráfico sobre la guerra civil y decide escribir de noche, en busca de un equilibrio entre el tiempo evocado y la situación actual. La tarea con documentos del pasado en el sótano ministerial tiene ahora su actividad paralela en el intento de recrear unos hechos pretéritos por la vía de la imaginación. Así, la contemplación del trabajo nocturno de los obreros que reparan un anuncio luminoso en la terraza de un edificio cercano se transmutará en la visión imaginada de unos cuantos soldados republicanos provistos de reflectores y de un cañón antiaéreo para atajar cualquier posible bombardeo del enemigo. El esfuerzo por integrar fantasía y realidad es constante (p. 37).
Hay, además, diversos paralelismos y correspondencias e intersecciones entre la historia personal del narrador y el relato que trata con poco éxito de construir, porque, al fin y al cabo, escribir es "desfigurar la realidad" (p. 86), y cualquier creación se apoya en la experiencia del creador. En el ámbito personal, incluso Berta, la compañera del narrador, tuvo en otro tiempo relaciones con Almeida, lo que sugiere dudas acerca de la propuesta de Almeida al intentar reanudar sus lazos con el narrador. Sea como fuere, todo camina al fracaso. Almeida desaparece inopinadamente, el guionista no acaba de dar forma a su trabajo y su convivencia con Berta se rompe.
El final de la guerra que se trataba de evocar coincide con el final de situaciones y aspiraciones actuales. La derrota del ejército republicano parece la premonición de un hecho, minúsculo si se quiere pero vital para el interesado, de la rendición del narrador, incapaz de culminar su trabajo y obligado por oscuros motivos a huir abandonando su hogar. Hay, sin duda, en el autor, un deseo de sugerir estos paralelismos mediante alusiones variadas, aunque todo el episodio final, relativo a la antigua película realizada por Almeida, resulte confuso y mal planteado. En el salto del cuento a la novela, Mije se ha quedado a medio camino.
Y en la prosa sólo hay que anotar algunas adjetivaciones chirriantes (una mesa tiene "estrías de alabeo lascivo", p. 35; "el abrupto embutido" (p. 82), o usos de moda mejorables: "fijar negro sobre blanco la peripecia" (p. 68); (¿hay que traducir del inglés para no decir !por escrito"?). No faltan deslices curiosos: la bomba que cayó sobre Hiroshima fue una "bomba de hidrógeno" (p. 133), y se evoca a Franco saliendo de la catedral "rodeado de dignidades en sotana bajo un arco de puños en alto" (p. 15), detalle que sobrepasa todas las libertades posibles de la ficción.