Jordi Soler
Es curiosa y elegante, la nueva novela de Jordi Soler (La Portuguesa, Veracruz, 1963), y casi siempre divertida: Ese príncipe que fui parte de una premisa muy atractiva, y que al parecer alterna realidad y ficción en proporciones que no me parece muy relevante establecer. El asunto es el siguiente: en 1520, el noble capitán don Juan de Grau contrae matrimonio (forzado o correspondido, en clave política o sentimental... No sabemos) con una hija del emperador azteca Moctezuma, y regresa con ella y un séquito mexicano a Toloríu, su pueblo de origen en el Pirineo catalán. De ese cruce cultural inverosímil saldrán una pequeña colonia errante de mexicanos en España y una línea sucesoria del emperador derrotado, aunque su linaje irá quedando, generación tras generación, oculto por el desuso y el desprestigio.Pero en los años sesenta del siglo XX, su último descendiente, el pícaro y francamente estrafalario Kiko Grau, entiende de pronto que esa genealogía puede servirle para medrar social y económicamente ante el régimen franquista, que se pirra por inventarse su propia nueva aristocracia y por establecer vínculos diplomáticos con los países latinoamericanos. Grau, que es un desvergonzado redomado e inevitablemente nos inspira ternura, se aprovechará de la situación y la estirará un poco más allá de donde permiten la honestidad y la ley. Y finalmente, ya en nuestros días, un tipo recién jubilado de su trabajo en un banco descubre la leyenda de un tesoro de Moctezuma enterrado en el Pirineo, y al empezar a buscarlo acaba por encontrar no un tesoro, sino una historia. Esta historia de la que será el narrador o cronista. Y aquí ya paro con el resumen argumental. Es cierto que Soler escribe bien y narra con alegría, pero tal vez lo que más me guste de Ese príncipe que fui sea la naturalidad con que alterna trazas de humor anglo con negritud española. A ratos, la historia que se trae entre manos podría recordar a esos relatos británicos de delirios de grandeza coloniales (de Kipling a Conrad, para entendernos y sin querer forzar un paralelismo que no está ahí), pero la jeta y la cutrez simpática de Grau y sus secuaces es netamente hispánica. Por decirlo de otro modo, algunas escenas podrían rodarlas Huston o Lean, pero con otras Berlanga se pondría las botas. Y todo esto es así sin que nada chirríe ni se produzcan excesos o brochazos.
Y con esa misma elegancia ligera, la novela va convocando temas sin desperdicio: desde la estructura inmoral del franquismo, vista desde una Barcelona cuyos dirigentes no parecen precisamente campeones de la resistencia, hasta la naturaleza ficticia y fraudulenta de las jerarquías sociales. En manos de Soler, el asunto ya bastante extemporáneo de la aristocracia (a la que define, con precisión divertidísima, como "monogramas, oropeles y sobre todo displicencia") acaba valiendo como reflexión sobre el "postureo" avant la lettre o aplicación práctica de la máxima de Carlo Cipolla: el número de tontos es igual de elevado en todos los estamentos. También la identidad individual y la escritura como investigación obsesiva, claro, aunque esos no sé si son temas o simplemente la sustancia de cualquier narración.
Entre el notable arranque de la novela, que recrea a la enloquecida princesa Xipaguazin en el XVI, y las finísimas páginas finales, Ese príncipe que fui está llena de aciertos. Entre ellos destaca la relación entre Grau y su valido Crispín, a la que todo el mundo se está refiriendo ya como quijotesca, y con razón: verlos beber vino de tetrabrik en una choza a la que llaman "Palacio" es muy Ínsula de Barataria. Y la fascinación que el narrador siente por su personaje, al que sigue llamando "Su Alteza" mientras desgrana al detalle sus trucos de fullero borrachín, es otro factor típicamente novelesco pero muy bien resuelto por Soler, que sabe entender sus contradicciones y acaba tratándolas con una delicadeza reconfortante.
Eso sí, dos cosas: cabe admitir que en algún momento de su segunda mitad Ese príncipe que fui pierde un poco de fuelle y ritmo, aunque el lector no llega a desenganchar y luego el libro remonta. Y ya que he hablado de cierta "ligereza" en positivo, no es menos cierto que uno añora que la mirada de Soler llegue a ahondar más en lo que cuenta, que las ideas tomen una forma más densa sin necesidad de renunciar a esa textura risueña que tiene el libro. Por esta última razón, no sé si la novela dejará finalmente poso en el lector; mientras lo descubro (eso lleva tiempo), al menos puedo confirmar que las horas de lectura han sido cortas, amables y civilizadas.