Rafael Reig
"Sul cominciare e sul finire" iba a ser el título de una conferencia de Italo Calvino que se habría sumado a sus Seis propuestas para el próximo milenio si no hubiera muerto antes de rematar el libro: en consecuencia, y como tengo por costumbre tomarme en serio a Calvino, doy por sentado que la pregunta acerca del principio y el final es realmente esencial en los asuntos narrativos. Pues bien, la nueva novela de Rafael Reig se sirve de una larga partida de ajedrez para establecer un paralelismo múltiple entre la vida de sus personajes, el trayecto de toda una generación y su propia estructura literaria: "en un tablero siempre se puede descubrir lo que une el final con el principio. A veces basta con observar dónde están los peones que conserva cada uno para saber qué apertura han utilizado. En cambio la vida es más opaca". Y sin embargo, Reig parece concluir que, con o sin opacidad, también en la vida (o en un relato) el principio y el final se comunican con una lógica implacable, es decir, desconsoladora.Un árbol caído cuenta la historia de una serie de "matrimonios amigos" que estaban en torno a la treintena cuando la democracia llegó a España: son gente que se ha movido entre una disidencia poco convincente y la tentación de la buena vida, y cuyas biografías han ido dejando un reguero de preguntas al paso de las décadas: ¿quién traicionó al grupo para que en 1962 acabaran en el calabozo de la Dirección General de Seguridad? ¿Quién fue el padre biológico del narrador, que por cierto es novelista? ¿De dónde sale el dinero que ha hecho tan acomodados a varios de esos viejos amigos? Al mismo tiempo, el eco de esas vidas reverbera en las de sus hijos (la generación de Reig), veinteañeros en los ochenta, cuando estallan la heroína y la falacia socialista, cuando cae ese árbol al que alude el título: Adolfo Suárez, el régimen travestido.
Así pues, Un árbol caído es en parte otra-novela-sobre-la-transición, y vista desde esa perspectiva puede que llegue algo tarde al mercado: en esta historia, pocos apuntes sociológicos van a sorprendernos. La fiebre por la transición ha hecho que conozcamos perfectamente el veredicto que merecen esos años y sus protagonistas, o al menos el estado de opinión en torno al tema, que ha experimentado un giro copernicano de un consenso positivo a otro negativo. Aunque no sea culpa de este libro, lo cierto es que el tema está siendo tan exprimido que ya ni siquiera resultan sorprendentes las puyas contra Marías, Muñoz Molina y otros exponentes de la "nueva narrativa española" de aquella época, reflejo calculado de una ingeniería vertical. No, esta novela no cuenta nada nuevo ni en términos sorprendentes sobre la transición: pero es cierto que lo cuenta bien.
Dejen que me detenga en esta última afirmación: mientras leía el libro, recordaba que la pregunta necesaria en torno a una novela no es tanto si dice cosas ‘novedosas' como si las dice de modo que transmita "experiencia", de modo que "el suceso aislado en su singularidad nos diga algo del ‘sentido de la vida'"; esto lo he dicho citando a Calvino, porque yo no me atrevería a hablar del sentido de la vida sin ironizar.
El caso es que Un árbol caído sí se atreve, y lo hace con recursos de narrador clásico, un narrador que puede ser muy irónico con sus personajes y sus ínfimas peripecias ("manifestó su asombro ante el hecho de que alguien que pesaba más de cien kilos pudiera mantenerse durante demasiado tiempo en la clandestinidad"; los setenta fueron "más horteras que un transistor"; "esa clase de hombres cuya reflexión tiene como objetivo dejar de pensar lo antes posible", etc.), pero nunca con la narración y ese pequeño sentido precario que nos brinda.
Esta novela acaba con un interrogante, pero sin el relato de la literatura no tendríamos ni siquiera esa pregunta; sólo quedaría el relato de la contabilidad.