Álvaro Silva. Foto: Acantilado

Acantilado. Barcelona, 2015. 432 páginas, 22€

La guerra civil del 36 sigue ocupando a nuestros novelistas. El tiempo pasado desde que sucediera la Gran Cosa, según la llamaba Max Aub, ha introducido nuevas perspectivas. El realismo crudo ha dado paso a la recreación fabulística que hace solo unos meses ofrecía Martín Abrisketa en La lengua de los secretos. Los asuntos estrictamente políticos interesan ahora menos que el ambiente de locura colectiva, como razonaba días pasados Jesús Ferrero. Dentro de estas modulaciones de un asunto tan baqueteado se inscribe Camina la noche, penúltima (última seguro que no será) crónica de aquellos dramáticos años que firma el novel Álvaro Silva (Vitoria, 1949).



Silva recrea plurales tropelías de aquel enconamiento colectivo pero, en buena medida, aprovecha la circunstancia histórica concreta para abordar una problemática moral. La propia cronología del argumento apunta en esta dirección: la anécdota arranca y se cierra en 1962 y refiere la situación en esta fecha de unas cuantas personas involucradas en acontecimientos ocurridos en Madrid los primeros días de la sublevación militar. En medio, como un largo paréntesis, se relatan esos sucesos y se recrea el ambiente en que se produjeron.



La peculiaridad de Silva referida a los incidentes madrileños consiste en centrarse en la cuestión religiosa, la quema de iglesias, la persecución de religiosos y la complicidad de estos con los golpistas. Un inocente de clase humilde (Cristóbal Ramos), confundido con un cura conspirador (Sabino Gómez Duval), será víctima del celo profesional de un policía de los servicios de seguridad republicanos (Julio Espino) y el auténtico confabulado sale indemne. El riesgo de una trama semejante reside en recrear situaciones consabidas, mil veces contadas en la prolífica narrativa sobre la contienda, aunque sean originales en el detalle. Suenan a algo ya leído y sabido. Sortea el autor, sin embargo, el peligro por el interés psicológico de los personajes y por el atractivo de una historia cargada de dilemas humanos, de alta tensión dramática y trenzada en el señuelo de una trama policial. Cuenta con destreza Silva episodios fuertes que le mantienen a uno atado a la deriva de los sucesos, incluso a pesar de rozar los límites de la verosimilitud en detalles un tanto forzados.



En esta parte central de la novela se siembran las semillas que germinan luego: la culpa, el perdón, la confraternidad, la piedad, el arrepentimiento. El policía ha hecho fortuna en el exilio y visita España acuciado por el punzante problema de conciencia de haber tapado el asesinato de Cristóbal. Localiza a la viuda del asesinado y al cura, ahora obispo, en quien despierta su responsabilidad en la muerte del preso por no haberse entregado a las autoridades. Estas situaciones propician el análisis de una conflictividad moral intensa, la aproximación a los comportamientos en situación límite y el debate sobre la libertad como condición del acto humano. De ello sale un denso relato acerca de problemas éticos de fondo bastante unamuniano. El marco de una iglesia, "lugar donde llorar juntos", según la idea citada de Unamuno, propicia la paz espiritual que conduce a un explícito final feliz.



La guerra civil, como he dicho, es ocasión, no objetivo de Silva. El centro de su diana lo pone en una propuesta ética anclada entonces y de valor universal y atemporal, no en un nuevo testimonio del salvajismo de aquel terrible episodio. Ejemplifica conductas execrables y predica la reconciliación desde una perspectiva cristiana. Ello explica que se muestre indiferente a la modernidad narrativa porque para él lo prioritario es abordar un caso ejemplar de conciencias atormentadas.