Juan Gracia Armendáriz. Foto: Antonio Heredia
La nueva novela de Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) se sirve de patrones narrativos clásicos y de una prosa con exhaustiva voluntad lírica para tratar un tema difícil, el del alcoholismo. Su protagonista y narrador es un profesor de literatura caído en desgracia por la bebida. Su pareja también atravesó ese estado pero ha logrado desintoxicarse y ahora espera lo mismo de él; su trabajo pende de un hilo; el cinismo parece anegar por completo la mirada que Miguel Quer proyecta sobre el mundo, la literatura, el sexo. ¿Días de vino y rosas, Días sin huella? Presencias asumidas aunque no determinantes.Abre esta novela una cita implícita de Los hermanos Karamázov: "soy malo y sentimental". Curiosamente, en una entrevista reciente el escritor Luis Magrinyà utilizaba esa misma cita para ilustrar cómo los mayores hallazgos de estilo a menudo son fruto del azar más que el resultado de una elaboración minuciosa. En realidad, La pecera no es literariamente muy cercana a Dostoievski, aunque el desgarro existencial que la recorre sí resulte deudor ideológico del novelista ruso: aquí, el texto se exige a sí mismo proclamar continuamente su condición literaria con metáforas, juegos de palabras, citas solapadas o subrayados líricos (la profesión del protagonista lo justifica de sobras para quien tenga el fetiche de la verosimilitud). El resultado es a veces muy satisfactorio, otras discutible ("el cáliz encendido de su sexo", "a mi alrededor todo caía como máscaras exhaustas", "un largo beso para que mi lengua limpiara las telarañas de su pasado", "le faltaba muy poco para ahogarse en los ojos de Ana"…), pero en todo momento sujeto a un control implacable y con tendencia a lo explícito. Tal vez el registro autobiográfico de dos buenos libros como Piel roja y /revista/letras/Diario-del-hombre-palido/27336 propiciaba un tono más irrigado. Sea como sea, la propuesta es siempre consecuente y extemporánea: al margen de modas, pero también de urgencias.
La contraportada de La pecera propone interpretar el alcohol como "la metáfora de una conciencia y de una sociedad en proceso de disolución", y con ello señala el principal éxito y una probable limitación del libro. Lo primero: es innegable que la conciencia de Miguel Quer llega a tomar forma en esta novela. Su desarraigo y su desesperación son dolorosos, desabridos, a veces deliberadamente cómicos en un registro negro e incómodo. Aunque el giro final de la trama sea, no molesto, pero sí innecesario y algo obvio, por el camino la confesión en primera persona ha puesto en pie un personaje sólido y en el límite. La narración ofrece algunas escenas terribles resueltas sin caer en el sensacionalismo típico del "descenso a los infiernos", y eso que en algunas ocasiones habría sido muy fácil. El tratamiento de la violencia física, más acertado que el de la violencia verbal en los diálogos, tiene mucho que ver en ello, sobre todo en el arranque noctámbulo y conscientemente excesivo y en el encuentro con unos vagabundos rusos poco sensibles a la evocación culturalista de su patria.
Pero el segundo nivel metafórico es otra cosa: como aproximación a una época y a una sociedad, La pecera resulta más convencional. La mirada de Quer, misógina, reaccionaria, en el fondo desvalida, no está en condiciones de ser lúcida, así que detecta clichés contemporáneos no desprovistos de verdad pero no logra tratarlos con densidad ni excesivo ingenio. Por supuesto que existen el nihilismo en los 40, los libros de autoayuda, las urbanizaciones desoladoras, los poderosos que copulan con scorts y desde luego los burócratas de la literatura enquistados en la universidad (por cierto, de Coetzee y Desgracia a Roth y La mancha humana, la novela de profesor caído en desgracia fue un pilar de la gran narrativa de hace una década); pero aquí todo esto resulta mucho menos incómodo que los recovecos íntimos del personaje, porque paradójicamente su exposición brutal acaba apuntando más a una complicidad consoladora entre lector y texto, un "tú y yo nos entendemos", que a una indagación que nos ponga contra las cuerdas.