Francisco Solano. Foto: Lorenzo Rodríguez

Periférica. Cáceres, 2015. 120 páginas, 15€

Con esta son seis las novelas publicadas por Francisco Solano (La Aguilera, Burgos, 1952) en una pausada trayectoria narrativa que empezó hace veinte años. Lo que escucha la lluvia es una obra diferente. Tiene su origen en la muerte del padre pero se aparta de ese filón tan explotado en los últimos años. Pues la de Solano en realidad no es una obra sobre la pérdida del padre, sino una novela corta empeñada en la búsqueda de sí mismo. La muerte del padre se produjo cuando el narrador tenía tres años, en un pueblo de Burgos, donde el niño jugaba con un barquito de corcho en el río y quedó herido para siempre al oír su nombre en el grito de la madre que le anunciaba la muerte del padre. Veinte años después murió su madre, también de cáncer. Y más tarde el narrador-autor, obsesionado por el recuerdo de la muerte, trata de encontrarse a sí mismo, desconfiando de la memoria e incluso de la identidad y la palabra.



La novela evita el tono elegíaco y cualquier sentimentalismo con el fin de adentrarse en una fragmentaria reflexión acerca de la muerte, la personalidad, el extravío en la vida, las trampas de la memoria y la búsqueda de algo en que descansar tanta incertidumbre existencial. En este sentido, por su densidad intelectual, la novela se acerca al ensayo. Pero también, por la intensidad de su introspección y por su tensión estilística, hay un fuerte componente de novela lírica, a lo que contribuye la brillantez de imágenes y metáforas que enriquecen el texto. Con estas características, que son sus mejores valores, Lo que escucha la lluvia es una novela que reclama "lectores no complacientes" con el fin de seguir sin perderse el desconcierto del narrador que, desde la distancia propiciada por el tiempo transcurrido y sin haber encontrado rumbo cierto en su existencia, evoca y rememora episodios que siguen gravitando en su inseguridad vital, con recurrencia del momento del grito de la madre en el puente que mandó a la deriva el barquito de corcho con el que jugaba el niño en el río.



Tensión lingüística e intensidad reflexiva se acrecientan con la enunciación en forma de monólogo del narrador en primera persona, con cautelas y muchas dudas acerca de su cometido ("un narrador que no se atreve a aventurar propuestas", pág. 51), combinadas con múltiples apelaciones al lector explícito, siempre en busca de "una protección contra el abismo, para que no lo derribe la desgracia que lo persigue desde los inicios de la adolescencia" (pág. 100). Con este afán de protección y búsqueda la voz narrativa se disgrega en otros seres que también pueden ser él mismo, tratando de entender experiencias extrañas "con una comprensión oscura que le exige recurrir, una vez más, a las palabras, para así recomponer su lugar en el mundo" (pág. 106).



Y en el último capítulo habla en monodiálogo con el padre ausente y con la madre viuda y después también muerta para componer esta Requisitoria del hijo de la viuda en unas páginas que "proclaman un sentido a la vez que ocultan su significado" (pág. 103). Aunque la literatura pueda servir de ancla, por más que también las palabras hayan de navegar a la deriva, como aquel barquito solitario: "Importa ahora detener el influjo de la muerte, paralizar su imagen para que el hombre surgido de las ruinas de aquella infancia pueda hablar en el blanco de la página, donde nadie responde, excepto el negro silencio de la soledad" (pág. 110).