Fotograma de la película basada en la novela y dirigida por Antonio Banderas

Antonio Soler obtuvo el Premio Nadal 2004 con El camino de los Ingleses, un libro intimista, poético, que es una crónica del último verano de la edad de la inocencia en un grupo de jóvenes abocados a la incertidumbre del futuro. El propio autor fue el guionista de la versión cinematográfica, que sería dirigida por Antonio Banderas, y que optó al Goya de 2007 al mejor guión adaptado.

Dicen que son vacaciones. Que el tiempo se enlaguna, que hay hasta atisbos de que la juventud y la inmortalidad pueden ser eternas. Pero ésa es la pátina epidérmica del verano, que acaba siendo cruel; cruel y decisivo. Hay siempre un agosto del estirón y un septiembre en el que ya la vida nos ha puesto en la disyuntiva del futuro. Sólo una vez se tienen dieciocho años "a la orilla de una piscina y de un verano", y la madurez llega repentinamente para marcarnos el camino en ese verano, sí, que acaba siendo "la foto que define lo que fue el germen, la verdadera esencia de nuestras vida". El camino de los Ingleses.



Antonio Soler (Málaga, 1956) dibujó ese verano en su libro El camino de los Ingleses con la fuerza de quien novelaba las entrañas últimas de la existencia. Si la ficción es sólo uno de los vértices de la realidad, Antonio Soler fue dejando en cada personaje un jirón de su propia existencia, de sus vivencias en aquella Málaga que crecía irregular en cada descampado. Su novela da la geografía inconcreta de una ciudad que conozco, pero este perfil urbano y borroso no es más que una excusa para trazar aquellas vacaciones, las últimas de la edad de la inocencia.



Por su camino de los Ingleses hay un protagonista, Miguelito Dávila con "su riñón derecho", "al que vimos regresar al barrio la mañana de un día despejado de finales de mayo, cuando los jazmines de doña Úrsula empezaban a llenar la calle con su olor dulzón". Miguelito Dávila, al borde de la muerte, entendió que la poesía salvaba, que en la región desconocida de las letras se halla el consuelo ante la grisura de la existencia. Y Antonio Soler cinceló a Dávila como aquel "poeta que no escribió ningún verso", ese héroe anónimo, taciturno, al que le habría de llegar la punzada definitiva de la primera pasión.



La novela tiene ese tono de evocación melancólica, de "saudade" en la que el autor se ve a sí mismo como un observador crepuscular. Hay un grupo de amigos, cada cual marcado por su fato, por sus vicios cotidianos. Soler, como Miguel Delibes, nombra a sus personajes con una capacidad eufónica y significativa (Miguelito Dávila, Amadeo Nunni, Luli Gigante, Agustín Rivera…), personas que existieron en la realidad o no, pero que guardan una sonoridad en el nombre y una historia tragicómica que nunca superó las barreras del propio barrio. De un barrio que Soler convierte en un espacio mítico y universal. Al igual que hace con el estío.



Miguelito Dávila es su propio Virgilio en esta ‘Divina Comedia' por la que serpentea el camino de los Ingleses; ocurre que en el verano de la novela sólo hay infierno y purgatorio: jamás paraíso. Jugó todo por su Beatriz, y resultó que una voz madura le vino a decir desde un balcón con vistas a las costas de África, casi en el cielo, que la vida había dado muchas vueltas hasta llegar a él, a Miguelito Dávila, poeta con convicción enfermiza, triste y medio ágrafo.



Quizá Antonio Soler sabía que tocar la tecla de un verano era abrir el torbellino de la memoria de todo lector. Y lo hizo a través de una pandilla por la que se entrelazaban chulitos engominados, protofrikis, pijas inalcanzables y taberneros que dejarían el mandil por los manuales de Derecho. Y sobre los personajes y sus miserias exhala el verano, radiografiado entre los olores de las damas de noches y el salitre de una ciudad que estaba de espaldas al mar.



Y ese verano generacional lo aprovecharía Antonio Banderas, olfateador de un tiempo que era el suyo, de una quinta que era la suya, para llevar a celuloide la novela. Para ello contó con Soler como guionista (el escritor fue nominado al Goya como guionista), y el filme se rodó en un invierno amable, en Málaga, fingiendo un verano con la luz bendita del Sur. Recuerdo a Banderas medio camuflado con una gorra de beisbol y una cazadora vaquera, recorriendo la ciudad, homenajeando así a la memoria y las cuatro esquinas cotidianas. El camino a la madurez.



Supo Antonio Banderas que el tono de la novela tiene mucho de ensueño, como una lente o un humo que matiza en color de lirismo el relato de un tiempo atroz, doméstico, vivido por unos protagonistas que naufragan en la tragedia de la nada y del futuro. Los secundarios de Antonio Soler habitan en la fealdad, pero el escritor malagueño glorifica al perdedor con el ungüento salvífico de la literatura. Está la Gorda de la Cala, un personaje que mueve a una pena infinita, ninfómana con la que perdieron "la virginidad varias generaciones de adolescentes" que se congregaban a "la caída de la tarde para copular con aquella niña que fumaba mientras le besaban los pechos"; esa "sirena desproporcionada, una ballena que con sus cánticos nos trastornó parte de la adolescencia". Está la Lana Turner de los ultramarinos, con esa belleza que se iría marchitando por la edad y la rutina, o la Señorita del Casco Cartaginés y el encanto escondido de la mujer madura que en cierto momento abre al joven letraherido los arcanos de la pasión y de las lecturas.



Más el verano como protagonista incuestionable del libro. Un verano que el autor atraviesa como "una lanza de batusi que cruzaba el aire de las palmeras, el aire de cobre de los atardeceres últimos del verano (…) una lanza que no sabía bien su camino y que volaba bajo (...) una lanza en el arrabal de una ciudad sin nombre, una ciudad cualquiera". Una lanza sobrevolando "el olor último del verano", cuando "todos éramos arrojados de la mano que hasta entonces nos había sostenido".



@jesusNjurado

Dos preguntas rápidas a Antonio Soler

¿Qué recuerda del proceso de escritura de El camino de los ingleses?

Tengo distintos recuerdos de la escritura de esa novela, como por otro lado es normal en un trabajo solitario que se extiende a lo largo de meses, casi un año en este caso. Muy nítido es el recuerdo del comienzo de la escritura en sí. Fue en una habitación de hotel, en Portugal. Al escribir la primera página, algo distinta a como luego se publicaría, tuve la sensación de que la mitad del trabajo estaba hecho porque di con el tono que buscaba. Algo fundamental para mí a la hora de escribir una novela. Probablemente fue un espejismo, pero la escritura de una novela está llena de espejismos, unos, como ése, estimulantes y otros agoreros.



También fue fundamental -esta novela tuvo mucho de itinerante- un periodo de tres meses pasados en el norte de Francia, en Villa Mont Noir, una residencia para escritores europeos. Allí trabajé intensamente y escribí casi la mitad del libro, y de allí precisamente proviene su título. El camino de los ingleses era un sendero que llevaba a un pequeño cementerio militar en el que hay cuarenta o cincuenta tumbas de soldados británicos que combatieron en la I y en II guerras mundiales, un sendero que en apariencia no llevaba a ninguna parte.



¿Qué queda hoy de este libro?

Espero que tenga el mismo sentido que cuando lo escribí. La búsqueda desafortunada de la belleza, de algo esencial que se escapa. El propósito de la novela era el de fijar esa búsqueda en el tiempo y de ese modo dar algún sentido a esa búsqueda, disparatada por el afán de absoluto que la inspiraba. Si se ha conseguido o no quizás sea pronto para saberlo.