Karl Ove Knausgård. Foto: Popperipop

Trad. de K. Baggethun y A. Lorenzo. Anagrama, 2015. 498 páginas, 20'90€ Ebook: 11'99€

Al leer La isla de la infancia, subtítulo que escamotea el inquietante Mi lucha, he recordado el prólogo que escribió Jorge Luis Borges para La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares: "Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día". Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968) ha relatado su existencia, sin hechos particularmente relevantes, en 3.500 páginas repartidas en seis volúmenes. Se podría hablar de una verdadera "epopeya de la banalidad", por utilizar la expresión acuñada para describir El Jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio. Es cierto que se trata de modelos muy distintos. Ferlosio recrea la España franquista, con sus miserias e inhibiciones, mientras Knausgård habla de Noruega, una sociedad próspera y civilizada, pero tan vulnerable como cualquier otro país. Aún flota en el recuerdo el brutal atentado terrorista del 22 de julio de 2011, cuando Anders B. Breivik asesinó a 77 personas en el islote de Utøya.



Knausgård ha adelantado que en la última entrega de su saga hablará de Breivik y de Hitler, el genocida que se ha convertido en paradigma del mal absoluto. Es tentador especular. ¿Nos revelará entonces por qué escogió como título colectivo Mi lucha? Si asumió el riesgo de repetir un título, ¿por qué no elegir En busca del tiempo perdido, mucho más lírico y nada turbador? Knausgård declarada haber "absorbido" la obra de Proust, pero posee la inteligencia necesaria para no copiar su estilo ni sus claves narrativas. Proust explora los límites del lenguaje para rescatar las horas olvidadas y ofrecer una perspectiva compleja de su existir. Knausgård no es menos ambicioso, pero opta por desnudar el lenguaje hasta borrar cualquier signo de afectación o estilo. Su forma de hacer literatura consiste en distanciarse de la literatura, mostrando las penalidades cotidianas de un hombre de nuestro tiempo. Un noruego nacido en 1968 quizás haya interiorizado las sagas escandinavas, pero su horizonte no es la épica, sino una prosaica rutina, que incluye fregar platos, limpiar y ordenar su vivienda, cuidar a sus hijos y sortear los conflictos de la vida en pareja.



Knausgård tal vez se apropió del título de la obra maldita del siglo XX porque conoce que el horror no es una anomalía, sino la urdimbre que teje nuestras pasiones, como demuestra la aparición de un "lobo solitario" en la pacífica Noruega. La isla de la infancia recrea la niñez del autor, con licencias poéticas. No es una crónica minuciosa, sino una indagación sobre el yo, el tiempo, la memoria, las emociones: "La memoria no es una magnitud fiable en una vida No lo es por la sencilla razón de que no antepone la verdad a todo". Al rememorar sus primeros años, Knausgård se pregunta: "¿Esta criatura es la misma que la que está aquí sentada, en Malmö, escribiendo esto?".



Es poco probable, salvo que resolvamos el problema de la identidad con criterios biológicos y espaciales. En el tiempo, el yo se alía con la memoria y la fantasía, reinventándose sin cesar. La niñez de Knausgård es un viaje con diferentes escalas, que se repiten una y otra vez: el bosque, el monte, el mar, los puentes, los muelles flotantes, las embarcaciones, el arco iris, la casa familiar, el pueblo, los comercios. "Eso era todo. Eso era el mundo. ¡Pero qué mundo!".



En esos escenarios, Knausgård desarrolla pasiones y fobias. Es un niño miedoso, que teme al agua y los perros. Su padre es autoritario y no se conmueve con sus lágrimas. Cuando estropea el televisor, le agarra de la oreja y le regaña con dureza. La fragilidad del hijo contrasta con la severidad del padre, evocando la famosa carta que Kafka dirigió a su progenitor. La mirada sobre la madre es más indulgente, pero su fervor protestante penetra en su inconsciente, instalando de forma duradera las ideas de culpa y expiación. Le regala tebeos, pero le prohíbe leerlos cuando se acercan las fiestas religiosas. Esa rigidez no le impide actuar con dulzura. Cuando muere el gato albino de la familia, intenta consolar a su hijo, sin minimizar su pérdida. El escritor reconoce que su ternura le libró de convertirse en un adulto inestable y autodestructivo: "Ella me salvó, porque si no hubiera estado allí, yo me habría criado solo con mi padre, entonces me habría suicidado antes o después. […] Pero ella estaba allí, equilibrando la oscuridad de mi padre".



Borges fue injusto con Proust. Knausgård no le imita, pero ha asimilado su enseñanza fundamental: lo cotidiano es maravilloso y no está sujeto al principio de verificación. El escritor nunca miente. Sólo poetiza, conforme a las argucias de la memoria, que es "pragmática, insidiosa y astuta". Recordar no significa repetir fielmente el pasado, sino aprehenderlo en su verdadero significado, captando la huella que imprimió en nuestro carácter. Se recuerda lo emocional, pero también lo físico. No es posible separar esas dos dimensiones, sin mutilar nuestra identidad. Somos afectivos, corporales, complejos.



La isla de la infancia es una novela magistral, que adquiere su grandeza en su atención a lo pequeño e insignificante. Mi lucha es una de las sagas literarias más hermosas de las últimas décadas. Knausgård ya se ha hecho un hueco entre los clásicos.



@Rafael_Narbona