Cuadro Niños en la playa (1910), de Joaquín Sorolla
Tranvía a la Malvarrosa, paradigma del memorialismo de la narrativa contemporánea, evoca el camino a la madurez de Manuel Vicent en el marco dulce del Levante español. El lirismo confesional del autor rememora unos años difíciles donde, sin embargo, también se sucedieron los veranos con su carga de idealismo y de búsqueda de libertad. José Luis García Sánchez dirigió en 1997 la versión cinematográfica. La película, protagonizada por Liberto Rabal y Ariadna Gil, contó con guión de Rafael Azcona.
Sucede que siempre es junio cuando se vuelve la vista atrás y se remueven los días en los que se empezó a tener noción primera de que el mundo estaba ahí para literaturizarlo. Si hemos escrito que el verano es época propicia al memorialismo, Tranvía a la Malvarrosa sobresale como la evidencia de esta relación tan subjetiva como irrefutable. El recuerdo y el verano son los dos motores de nuestra sección; en ocasiones uno se vale de otro, se superponen, pero el binomio es innegable y es la razón de estas novelas inmortales que resucitamos aquí cada jueves.
Sabemos que un escritor arriba a la madurez, al culmen de su narrativa, pero que a pesar del éxito y de la crítica hay un libro, sólo uno, donde la vida se torna en palabra y el autor rinde cuentas a calzón quitado con su existencia. En el ejercicio de la escritura no hay más que autobiografía más o menos camuflada, pero es que esta disquisición supera ya nuestro negociado de verano.
Tranvía a la Malvarrosa resulta ese libro en el que Manuel Vicent se sienta triunfante a rememorar su pasado, su historia, con la inspiración surgida de los fotogramas del pasado y de la música de la confesión. En Tranvía a la Malvarrosa encontramos un joven con una difusa ambición sacerdotal, un Vicent que se nos abre en canal y pone sus vísceras en negro sobre blanco, un Vicent que por el mismo precio teje un perfecto retablo de la España que mediaba el siglo XX: el arroz triunfante al Caudillo en la enésima conmemoración del año de la Victoria, un cine de verano donde daban las películas atrasadas de Silvana Mangano. Y los partidos del Valencia, y ese tranvía que efectivamente bajaba a la Malvarrosa y en el que de tarde en tarde se paseaba esa niña hermosa que quizá tocase el piano...
Cuando uno piensa en Tranvía a la Malvarrosa se nos viene a la mente la imagen de un joven agraciado de ojos claros, que lee a Camus bajo una higuera mientras al fondo hay una España triste en la que se inauguran pantanos y en la que en los días de fiesta mayor suenan petardos, pasodobles, y se corren toros. Entretanto, al calor de la evolución del narrador, se intercala una remembranza sentimental de un trozo de este país. Ahí está el Vicent que es cronista de sí y de su época.
El pecado mortal del onanismo, la teología equivocada de unos curas bien afeitados que daban o quitaban la Gracia de Dios sin definir esta virtud del Cielo. Todo esto y más es el "viaje de iniciación" de Manuel Vicent a partir de un tranvía 'proustiano' hacia la orilla. Y sobre esta materia del recuerdo, campea la prosa del autor, de verano en verano, en un ajuste de cuentas de la memoria, como en aquel epílogo que el poeta Manuel Alcántara le puso al 'Tiovivo 1950' de Garci: "Corrían malos tiempos pero, vistos a distancia, quizás fueron los más nuestros".
El lirismo de Vicent y lo bucólico del paisaje podrían volcar el libro hacia la ñoñería o la mera evocación dulzona, pero no ocurre esto en Tranvía a la Malvarrosa, pues el autor corrige la gran belleza con todo lo negro de las incertidumbres.
Vista la novela, leída, cómo no, en verano, nos despierta un sincero temblor de vida. El escritor de Villavella regala una crónica excelsa de la alborada de la sexualidad suya, de la sexualidad de todos: "Julieta guardaba un libro de Sartre y una toalla. La chica me pidió que la llevara hacia el otro extremo de la playa. (...). Al amparo del talud de una duna Julieta extendió la toalla y desde allí se oían los golpes que daba el oleaje, los gritos de las gaviotas sobre la marejada y sin mediar palabra comenzamos a besarnos a plena luz de forma frenética revolcándonos junto a la bicicleta y mientras mordía aquella boca pensaba cómo había sido posible que una chica tan deseada por los dueños de descapotables y urbanizaciones se me hubiera entregado sin exigir nada de mí, ni siquiera una palabra de amor. Es libre, libre, me decía yo en el corazón cuando la tenía en los brazos y sentía que palpitaba todo su cuerpo. Ella no quiera nada, sino el aire y el deseo, el mar".
En Tranvía a la Malvarrosa no pasa nada más que la vida; pero es que la existencia bien contada, al trasluz de la claridad del verano, es el mejor argumento. Y todo a bordo de ese "tranvía azul y amarillo con jardinera que iba a la Malvarrosa" donde al empezar junio "estallaba la luz" en "la vertical de todos los cráneos".
@jesusNjurado
Dos preguntas rápidas a Manuel Vicent
¿Qué recuerda de la escritura de Tranvía a la Malvarrosa?Recuerdo que escribí ese relato en una época en que necesitaba mirar atrás, por primera vez, sin ira, y narrar con melancolía, no con nostalgia, un tiempo dorado por la memoria., en el que yo era uno de los pasajeros de aquel tranvía que soñaban con el placer de vivir en libertad como una forma de rebeldía. En mi caso fue un libro curativo.
¿Qué queda hoy de este libro?
Recientemente se ha hecho una nueva edición aumentada en la que he imaginado que ese tranvía despues de cuarenta años vuelve de la Malvarrosa a Valencia. ¿Qué queda?. El mar y los sueños de la juventud, la literatura, nada, o sea, todo.