Héctor Aguilar Camín. Foto: Antonio Moreno
Como su compatriota Gonzalo Celorio, en la reciente El metal y la escoria, plantea Héctor Aguilar Camín (Chetumal, México, 1946) una densa y ambiciosa narración acerca de una saga familiar -la propia- en tres generaciones, desde tiempos remotos en los que emigrantes asturianos y gallegos emprendían la aventura de las Américas, partiendo hacia Cuba y recalando en México. El ciclo se cierra también de modo parejo en ambos escritores, que, en su afán de documentación e impulsados por la nostalgia, regresan a las aldeas de origen en el norte de España y recorren los lugares donde los abuelos concibieron la idea y la aventura de partir.Revisitar el origen parece hacer justicia a la vieja idea de una mujer de esta epopeya: "Volver es la única razón de haberse ido". Junto al valor literario, hay en el Adiós a los padres de Héctor Aguilar Camín un aire de narración necesaria y necesitada, por lo que tiene de catarsis personal. El libro arranca de una radiante fotografía de sus padres jóvenes en una playa: Emma y Héctor, en traje claro, en el año 1944. Se separarían después, en 1959, tras quince años de matrimonio, momento en que el padre abandonó la casa, para sólo reaparecer, en la vida del narrador, de anciano.
La historia es una detallada indagación sobre los predecesores, en la que alienta, de fondo, el deseo de entenderse uno mismo a partir de sus raíces, desde Chetumal, a Ciudad de México, pasando por Guatemala, donde Héctor padre trata de hacer fortuna en el negocio maderero a gran escala. Hay un gran esfuerzo de documentación y de recuperación geográfica, que incluye una épica de ciudades fundadas por auténticos visionarios, peripecias de "camines y aguilares" en tiempos convulsos en los que los proyectos personales quedaban a merced de ciclones, huracanes, terremotos, expropiaciones, devaluaciones de moneda, o de las sucesivas revueltas políticas. Poco a poco el libro va cobrando el aire de unas memorias, cuajadas de detalles de época, localizaciones precisas, y la minucia de las relaciones y las conversaciones familiares. Es también crónica de incesantes tratos comerciales en los que estaba en juego la ganancia o pérdida de todo un mundo.
La ausencia del padre, los treinta y seis años transcurridos hasta su reaparición en 1995, donde ya es un hombre arruinado que pide ayuda, marcan tanto la historia como la psicología del narrador. Especialmente conmovedores son los capítulos dedicados al progenitor septuagenario y octogenario, en su desmoronamiento físico, anímico y económico, tratando siempre de recomenzar y sabiendo, a la vez, que siempre se truncaron sus incontables proyectos.
Comprender a los padres, encontrar el sentido, se vuelve, en esos capítulos finales, una tarea urgente, titánica, una reconstrucción trágica de las acciones pasadas y de los motivos que las impulsaron. Sólo entonces parece posible y viable esta ceremonia del adiós donde al fin se pueda dar reposo a la memoria, pues, como se afirma en esta novela, la memoria no sólo se hace, sino que también, y sobre todo, nos persigue.