Eduardo Mendoza. Foto: Antonio Moreno

Seix Barral. Barcelona, 2015. 320 pp., 18'50€ Ebook: 12'34€

Cada cierto tiempo, Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) recupera a su detective freak, marginal y tebeístico para ponerlo a hacer el botarate por las calles de Barcelona, una fórmula que en varias ocasiones sirvió para demostrar que su ciudad esconde una historia de estupidez y corrupción homologable a la de cualquier otro rincón del mundo en el que el género negro tenga algo que rascar.



En El secreto de la modelo extraviada, el protagonista se gana la vida como repartidor de un restaurante chino cuando, de pronto, recuerda un caso de los años ochenta que involucraba la muerte de una modelo llamada Olga Baxter; un guardia civil transexual (y olé); un señor que asegura reiteradamente no ser gay a pesar de que toma rayos uva; y sobre todo una organización clandestina de empresarios catalanes, la APALF ("Andreu, porti'm a la fàbrica!", uno de los mejores chistes del libro), que en los años 70 se dedicó a luchar contra el franquismo (mejor dicho, contra el aperturismo económico del régimen) mediante la heroica, patriótica y ejemplar estrategia de "llevarse todo el dinero a Suiza". Sobre esa base, el narrador recupera sus recursos estilísticos de toda la vida, del arcaísmo cómico al nonsense de Bruguera pasando por un sentido cada vez más aproximativo del coloquialismo, hasta parecerse tanto a sí mismo que nadie quedará decepcionado si acude a la cita con la intención de saludar a un viejo amigo y brindar a su salud.



Mendoza es incapaz de no ser un narrador ágil que provoca la risa del lector, ya sea con golpes humorísticos geniales, buenos a secas, o malos-buenos. Ahora bien, en El secreto de la modelo extraviada no hay más de dos o tres momentos que respondan a la primera categoría, y pienso en una peculiar votación a mano alzada que desvela el épico talante democrático de la alta burguesía catalana; a cambio, los chistes malos-malos, en los que uno casi espera que comparezca un Leslie Nielsen exangüe abriendo mucho los ojos, hacen acto de presencia con una insistencia un tanto descortés: así, alguien dice que un "estructuralista" es "uno que hace mucho ejercicio y cuando está cachas se exhibe en taparrabos, como Arnold Schwarzenegger", y otro alguien le ofrece una raya de coca al Santo Padre. Por ejemplo.



Con todo, es cierto que nadie puede aburrirse con una novela tan veloz y despreocupada como esta, puntuada por chispazos descacharrantes; pero sí resulta decepcionante. En última instancia, y para no limitarnos a hacer un balance estadístico, siempre discutible por subjetivo, de las ocurrencias que nos divirtieron y las que no mientras leíamos, cabría preguntarse qué espera el lector de una novela cómica y sarcástica realmente buena: ¿tal vez una intencionalidad crítica que incomode al lector, al poder o al menos a la narrativa vigente? Este libro no parece pretender todo eso: en lo social y político su carga ácida es baja y genérica, desdibujada y servida en un tono acomodado a fórmulas ya ensayadas; y si bien al autor nunca le importó demasiado el género policíaco al que en teoría parodiaba, El secreto de la modelo... se muestra del todo desconectada de lo que hoy es ese género, de modo que en lo narrativo es más bien, conscientemente, la parodia de un vacío.



Sin pretender convertir un año literario en una competición, en la temporada que ha acogido Ante todo criminal de Aparicio Belmonte, que tiene muchas más cosas que decir sobre el reverso absurdo de la figura del investigador, y El rey del juego de Ferré, que se juega mucho más el tipo literario en su versión sarcástica del país, resulta indudable que El secreto de la modelo extraviada queda como una lectura menor, epigonal. Eso es compatible con ser divertida a ratos y reconfortante para los fieles.