John Banville. Foto: Kim Houton

Traducción de Damià Alou. Alfaguara, 2015. 288 páginas, 19'90€. Ebook: 9'90€

He aquí al "pelirrojo rollizo" Oliver Orme, el "hipocondríaco de los hipocondríacos", un hombre "sin entereza ni tenacidad", pero con un inexplicable carisma. "Llevo a cuestas 50", proclama el último narrador de John Banville (Wexford, 1945), "y me parecen 100". Sin embargo, su corazón late aún: "El corazón de un ladrón es un órgano impetuoso", y Orme es compulsivo. Lleva robando desde que birló un tubo de pintura blanco de zinc cuando era niño. A pesar de estar casado con la juvenil Gloria, no puede mantener las manos lejos de Polly, la mujer de su amigo Marcus. Si su bosquejo resulta familiar es porque Orme se beneficia de su similitud con las anteriores novelas de Banville. Sus obras recientes las narran hombres a la deriva propensos a la cavilación. Algunos miran al cielo y piensan en Poussin, otros evocan a Bonnard. Sus tonos se entremezclan.



Al igual que el narrador de El mar, la novela de Banville ganadora del premio Booker, Orme sospecha que no acaba de entender las relaciones humanas. No por falta de inteligencia. Los hombres de Banville se expresan con extrema claridad. Orme orina y reflexiona. A veces el aire que lo rodea suena con "estruendo borborígmico". ("Sí, otra vez he estado rebuscando en el diccionario", admite). Es meticuloso con el lenguaje, salvo por algún episodio táctico de ausencia de elocuencia. "Cuando hube trepado las escaleras... por poco escribo al andamio", cuenta. El que fuera un pintor famoso ha vuelto con Gloria a la Irlanda provinciana en la larga estela de una tragedia. Su capacidad para crear ha desaparecido. Las brasas de la inspiración se han convertido en cenizas. Roba a la mujer de su amigo, y, lo mismo que el narrador de Eclipse, se retira al hogar de su infancia para inspeccionar las ruinas. Del pasado, por supuesto.



En la segunda página del texto ya estamos de nuevo en un lugar que debería ser todo sol radiante, pero que para Orme es otoño. "Estoy cansado del pasado, del deseo de estar allí y no aquí", es lo que al protagonista le gustaría que creyésemos. "Estoy cansado de preocuparme", confiesa más adelante. Pero pronto he aquí de nuevo "el pasado, el pasado" latiendo; el conjuro de Banville guiando la prosa. Lejos quedan los sutiles deslices que llevaron a El mar del pasado al presente. En su lugar, una brillante declaración: "Sí, aquí llega; otra vez el pasado". Como un huésped indiscutible: "Maldita sea, otra nueva digresión".



Como demuestran sus cuatro novelas anteriores, Banville dista de estar cansado de esta clase de excavación, de sus descripciones de la calidad de la luz irlandesa. "Si puedo captar el juego de la luz en una pared, captarlo tal cual es, con eso me basta", declaraba en una entrevista en The Paris Review. "No quiero escribir sobre la conducta humana". Piensa que la oración es el mayor de los inventos, y su amor por el detalle implica que las oraciones de Banville son apéndices suntuosos que se despliegan como olas. En esta ocasión, el mar es "tan negro y brillante como el charol".



A estas alturas, el talento de Banville para hacer un parco esbozo de sus personajes se ha exportado a las obras de su álter ego Benjamin Black. Las novelas de Black se mueven. Las de Banville se han vuelto densas, ricas, saturadas. Con los años, ha desarrollado una relación antagónica con sus obras. En las entrevistas y en la no ficción hace referencia, en tono desencantado, a la "vida decrépita" que ha cobrado su ficción. ¿Tal vez está denigrando un ejercicio que realmente adora? ¿Por qué si no iba a seguir "contando historias"?



Aun así, Banville sigue conservando brillantez suficiente como para construir una trama trágica y espléndida, a pesar de que a menudo el amplio reparto de La guitarra azul parezca infradelineado y su trama malnutrida. Aquí la diferencia es que el propio narrador está involucrado. Orme se anticipa a cualquier objeción criticando repetidamente su melodrama.



El libro adquiere vivacidad cuando se aparta de la trama, cuando su autor describe el proceso de creación. "Pintar, como robar", dice, "era un esfuerzo incesante de posesión, y yo fracasaba sin cesar". Pintar es difícil, pero no se puede comparar con escribir: "Lo traicionero que es el lenguaje, más resbaladizo incluso que pintar". Lo importante no son los personajes, sino la superficie del mundo. "Así que era el mundo, el mundo en su totalidad, a lo que tenía que enfrentarme. Pero el mundo es inmune; vive dándonos la espalda, en jovial comunión consigo mismo. El mundo no nos dejará entrar".



Aquí hay un conflicto que vale la pena. El listón ha subido, no para los personajes, sino para el mismo Banville. ¿Será capaz de capturar el mundo, de crearlo de nuevo? ¿Alcanzará finalmente la belleza lingüística sin parangón? ¿Tendrá lugar en este ciclo de transformación? "Fue magnífico descubrir que la belleza del lenguaje se podía perseguir como un fin en sí mismo", declaraba Banville en una entrevista. Así que llegamos a La guitarra azul por esa belleza, esa melodía y ese ritmo. Es justo que esta investigación de la superficie del mundo, de la creación de arte, esté encadenada a una trama saboteada por su propio narrador.



Surge una pregunta central: ¿por qué no olvidarse de este planteamiento? En su novela Los infinitos, una cautivadora voz narrativa brotaba de un matemático que había sufrido una apoplejía, un cerebro puro y errante. La guitarra azul promueve el proyecto vital de Banville, empuja el mundo a través de su "malla de lenguaje". Revela nuevas y opulentas oraciones. Pero mientras que su historia descansa sobre un andamiaje narrativo saboteado, la belleza con que repican esas oraciones compite con otro sonido: el subrayado del insistente ruido sordo producido por una madera.