Gregor von Rezzori. Foto: Archivo
Lee y descarga las primeras páginas de La muerte de mi hermano Abel
Rezzori convierte su monumental novela en una ambiciosa y precisa reflexión sobre la Europa de entreguerras, dividida entre el desarraigo de Abel y la embriaguez telúrica de Caín. Su planteamiento narrativo es sumamente original: Aristides Subizc, un guionista de cine con aires de dandi, recibe el encargo de resumir en tres escuetas frases la novela en la que lleva trabajando diecinueve años. Al igual que Walter Benjamin con su Obra de los Pasajes, ha acumulado un abundante material para un libro que jamás llegará a escribirse. Rezzori desdeña la novela decimonónica, pues entiende que el fracaso de la Europa ilustrada impide plasmar obras cerradas, con todos los cabos atados. Sólo el fragmento y la discontinuidad pueden ensanchar el espacio de la novela, posibilitando el testimonio, el examen de conciencia y la expiación.
Es imposible suscribir el optimismo ilustrado, cuando millones de vidas se han inmolado en campos de exterminio, ciudades y campos de batalla. "Hemos perdido nuestras patrias verdaderas", apunta Aristides, que sueña con el Premio Nobel, sin ignorar que la codiciada distinción nunca se ha concedido a un apátrida. Y apátridas son todos los que nacieron en el Imperio Austro-Húngaro y contemplaron a las huestes de la Alemania nazi desfilando por Europa, con su cainita exaltación de la Sangre y el Suelo. "Busco la parte perdida de mí mismo", reconoce Aristides, sin otra patria que el paisaje, la evocación del pasado y la compulsión de escribir. Su escritura torrencial sólo le revelará su fracaso existencial: "Yo no soy nada. Ni siquiera soy un apátrida en el sentido jurídico, sino un desarraigado de nacimiento". Su vocación de escritor no le rescatará de ese vacío. La sinopsis de tres frases se transformará en un impublicable manuscrito de mil páginas, que insinúa la muerte de la novela. Según Rezzori, el Ulises de Joyce es un punto de no retorno, el final nada épico de un género. La única utopía a nuestro alcance es la pasión sexual, el anonadamiento que se produce en el éxtasis carnal: "Sé cómo se corren los hombres -confiesa una prostituta-. Parece que quisieran morder a Dios en el cielo; es su único momento humano".
Aristides no pretende contar una historia. Sólo quiere contar su historia, que es la de un hombre que se desposa con el papel en blanco, "una novia que acoge los mirmidones de las letras y queda grávida de significados". Las letras parecen hormigas, pero son temerarios mirmidones que afrontan con valor temerario una batalla tras otra. Aristides sufre una derrota, pero su literatura sigue fluyendo, muchas veces en forma de ininteligibles balbuceos, lastrados por la culpa colectiva. En una alucinante recreación del juicio de Núremberg contra la cúpula nazi, Rezzori repite las tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. El peor criminal del siglo XX es el hombre común, "el pequeñoburgués", cuyo "único demonismo es su total falta de imaginación" y "su obediencia ciega".
Publicada en 1976, La muerte de mi hermano Abel es una obra tan meritoria como La montaña mágica, de Thomas Mann. Ambas novelas son algo más que una meditación sobre los demonios de la cultura europea y la posibilidad de redención. Su alcance se extiende hasta las tinieblas más profundas del corazón humano, donde Caín aún huye de Dios y de sí mismo, atormentado por su abominable crimen, que marcará el trágico comienzo de la historia de la humanidad.
@Rafael_Narbona