José Carlos Llop. Foto: Arabelears
El culturalismo ha tenido vida guadianesca en los últimos decenios de nuestra prosa. Alcanzó un pico en los amenes del franquismo, cuando los personajes eran todos novelistas que contaban sus desazones y hablaban de novelas. Luego fue desplazado por los géneros histórico y policiaco de moda. Más tarde ha quedado soterrado por el emergente y acuciante testimonio de la crisis. Pero desde hace pocas fechas asistimos a un inesperado renacimiento. Está en El último día de Terranova, la bienintencionada reivindicación de las librerías y las letras, de Manuel Rivas. Y en la atractiva historia de amor de A. G. Porta, Las dimensiones finitas. Una variante, música y letras en la base de la educación sentimental, presenta Iban Zaldua en su atractivo Biodiscografías. Este mismo planteamiento sigue José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956).Reyes de Alejandría es también una historia de aprendizaje moral y emocional a través de la música y la literatura de un joven que recuerda su formación vital en los días finales de la dictadura con propósito de hacer balance de aquella época y deducir de dicha experiencia un sentido final, bastante desolado, en el presente. El narrador en primera persona cuenta una historia muy ensimismada, pero a la vez su voz acoge generosos testimonios de antaño, de tal modo que lo privado y lo público se anudan en una vigorosa crónica generacional. De la promoción que en aquel momento crucial de nuestra historia reciente vislumbró la utopía, la seducción de la libertad y el hechizante señuelo de un tiempo nuevo. Que afrontó sin ideas muy firmes, dejándose llevar un tanto por espejismos, o por la propia fuerza de arrastre de la historia, el cambio del pasado enmohecido a la modernidad ensoñada.
Este conflicto medular de la novela, reportaje lúcido y amargo de un tiempo, aparece como hilos sueltos de un amplio tapiz documental. A veces roza el costumbrismo: las técnicas artesanales de los jóvenes para hacer un "simpa" en las librerías. A veces toma la andadura un tanto épica de crónica del ayer: de la ilusionante insurrección portuguesa de los claveles; de los atropellos de la enrabietada dictadura española moribunda y de la reacción furiosa de la ultraderecha nacional.
Los otros hilos del tapiz son hebras de la juvenil rebeldía de aquellos años, el movimiento hippy, la libertad de usos, la revolución sexual, el terrible sida, el consumo de hash y luego de otras drogas. El dibujo entero del tapiz viene avalado por numerosos datos testimoniales, algunos muy menudos: la ejecución de Puig Antich, la invasión de la universidad por los grises, los asesinatos de Montejurra, el refugio en Francia de Boadella, "El Viejo Topo" y otras revistas contraculturales.
Toda esta materia noticiosa (que se dilata hasta el momento cercano en que "el dinero fue cool") no remite a una narrativa galdosiana sino a un modo actual de reelaborar el pasado a través, sobre todo, de la vivencia turbadora del tiempo, de su huella y su "vasto catálogo de pérdidas y desapariciones". El sentimiento de la temporalidad, de matizada evaluación elegíaca, pues no idealiza el pasado, constituye el núcleo mental de la novela. El tiempo, a su vez, se rescata proustianamente a través de los incontables referentes culturales sobre los que se construyó la biografía del narrador. La música, mil y una referencias a bandas y cantantes del revolucionario pop desde los años 70, y la literatura funcionan como la famosa magdalena que estimula la recuperación biográfica del protagonista, la cual se desarrolla, con el propósito de recoger el sentido completo de su trayectoria, en tres escenarios, la ciudad de Palma natal, la Barcelona de una primera huida en busca de destino e identidad y el París desde el que lleva a cabo su desalentado arqueo de caja.
Cada quien construye su experiencia del mundo a partir impulsos personales. Los del narrador son los de un confeso letraherido: "Vivíamos la vida a través de la poesía y la música, y la interpretábamos sub especie literaria o sub specie artística, no de otra manera". Con esa base se convirtieron, él y sus coetáneos, en los efímeros reyes de Alejandría pintados por Cavafis en el poema que da título al libro, engaño que desembocó en un derrumbe personal y colectivo. Ni las desmesuradas, agobiantes y narrativamente entorpecedoras referencias culturalistas impiden que Reyes de Alejandría consiga una vivacísima imagen de "una generación que quiso cambiar el mundo y acabó refugiada en el solipsismo". La sintaxis dúctil y libre de rigideces académicas de Llop facilita la recreación magnética de una derrota.