Colm Tóibín. Foto: Phoebe Ling

Traducción de Antonia Martín. Lumen. Barcelona, 2016. 416 páginas, 22,90€, Ebook: 9,99€

Llevo años dando la lata a cualquier aspirante a escritor acerca de qué es lo que hace que un personaje literario "funcione". Mi consejo es el siguiente: aborda la intimidad del personaje desde todos los ángulos posibles, de manera que reveles al lector los impulsos, los deseos, la historia personal y los hábitos mentales de esa persona. Cuanto más completa sea nuestra inmersión en su estado emocional y psicológico, defendía yo, más profundamente nos involucraremos en su historia.



Me complace y me avergüenza un poco informar de que Nora Webster, ese número de acrobacia que es la octava novela de Colm Tóibín (Enniscorthy, Irlanda, 1955), me ha puesto en ridículo. La historia de una viuda de mediana edad que lucha por rehacer su vida tras la muerte de su marido está escrita sin una sola descripción física de sus personajes ni una flecha adverbial que guíe nuestra interpretación de sus pláticas. La distancia emocional entre el protagonista y el lector es tal que, a veces, el personaje que da título a la novela parece casi espectral. Sin embargo, la radical moderación de Tóibín es lo que eleva lo que podría haber sido un cuento corriente de dolor y supervivencia al terreno de la indagación exacerbada. El resultado es una luminosa novela elíptica en la que, en algunos momentos, la vida cotidiana adquiere un carácter casi místico.



La novela, ambientada en Enniscorthy, a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, arranca poco después de la muerte de Maurice, marido de Nora durante 21 años, tras una breve enfermedad. Sus hijas mayores están estudiando fuera, y Nora vive en su casa con sus dos hijos pequeños. No tiene ahorros, su pensión es pequeña y vive en una ciudad en la que no abundan las novedades. Esa ciudad conoce la vida de Nora, y ese conocimiento la oprime; se siente expuesta a la compasión y las suposiciones de la gente. Su marido, un apreciado maestro de escuela, era el que tenía más encanto de los dos. Descubrimos que hasta su madre y sus hermanas preferían la compañía de Maurice a la de Nora. No es difícil entender el motivo: Nora es quisquillosa y severa, con tendencia a la risa inoportuna y cauta emocionalmente.



Quienes hayan leído las otras siete novelas de Tóibín, incluida la magnífica Brooklyn, estarán acostumbrados a su sorprendente habilidad para concitar una inmensa fuerza narrativa detrás de una historia aparentemente simple. En este caso, el autor consigue transmitir -sin un solo ensueño sensual ni una anécdota ilustrativa- que el matrimonio de Nora y Maurice fue rico y dichoso. Para Nora, que desde los 14 años había trabajado como contable, también fue un billete a la libertad. Refiriéndose al matrimonio y la maternidad como a "una vida cómoda que incluye obligaciones", reacciona con temor cuando, al principio de la novela, le ofrecen trabajo en la misma oficina, poblada aún por algunos de los tipos a los que conoció cuando era niña. "Sus años de libertad habían llegado a su fin, tan sencillo como eso".



En este punto, como en muchos otros, la novela parece concentrarse en torno a una única lucha, o cuestión o crisis: la dificultad de volver a trabajar después de tantos años; más adelante, la ansiedad y la reserva del hijo mayor de Nora, que ha empezado a tartamudear desde la enfermedad de su padre; a continuación la repentina decisión de la protagonista de afiliarse a un sindicato poniendo en peligro la buena disposición de su jefe; luego la desaparición de su hija menor durante las protestas que siguen al Domingo Sangriento. Pero la novela de Tóibín no está hecha con un único propósito. Todas esas crisis se disipan, como suele pasar con las crisis en la vida real (a diferencia de lo que ocurre en la clase de ficción en la que sirven como puntos de inflexión de la trama). Y cada vez que eso ocurre, me siento desconcertada y, acto seguido, entusiasmada por la resistencia de Tóibín a trazar un arco artificialmente dramático.



En Nora Webster, las revelaciones se producen cuando menos se espera. La ausencia de melodrama da relieve a estos descubrimientos, y la sensación de vida que fluye a su alrededor, a veces dando rodeos y otras a la carrera, crea la ilusión de que la novela de Tóibín, que ha sido cuidadosamente diseñada, se desarrolla con los mismos ritmos erráticos que la vida real. El acontecimiento singular de Nora Webster no surge de una crisis, sino del encuentro de Nora con una profesora de canto que despierta su amor por la música. Incluso aquí, Tóibín rehúye la fantasía. Nora nunca será una estrella, por mucho que empiece a desearlo secretamente. "Lo has dejado para demasiado tarde", le dice la profesora la primera vez que la oye. "Todos podemos tener muchas vidas, pero hay límites".



El descubrimiento por parte de Nora de esta pasión privada acaba siendo profundamente transformador. La conciencia de la riqueza de la soledad -del silencio- impregna la novela. En una ciudad como Enniscorthy, el verdadero aislamiento no es posible realmente: Nora está ligada a los que la rodean por la memoria y la historia. "Es una ciudad pequeña y te va a vigilar", le dice la hermana Thomas.



Pero la apasionante sorpresa de la novela es el incipiente aprecio de Nora por su independencia recién adquirida. "Tenía que recordarse a sí misma que ahora era libre, que no había ningún Maurice que se preocupase por lo que iba a costar ni refunfuñase por cualquier cosa que pudiese perturbar su rutina. Era libre". Estamos en el año 1972, y muchas mujeres están haciendo el mismo descubrimiento. Aparte de una referencia neutral a las "feministas" en televisión, no tenemos ninguna prueba de que Nora conozca la existencia del movimiento de mujeres o simpatice con él. Tampoco podemos descartarlo. Hay muchas cosas de Nora que nunca llegamos a saber. Y precisamente su misterio es lo que hace que su regeneración, cuando al fin llega, nos parezca universal.



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