José María Guelbenzu. Foto: Siruela

Siruela. Madrid, 2016. 320 páginas. 19,95€

La nueva novela de José María Guelbenzu (Madrid, 1944) arranca anunciándose como un "modesto tablado de marionetas", y ya que en ella abundan las referencias a la historia de la literatura española, Echegaray incluido, a uno le dio desde el primer momento por recordar Los intereses creados de Jacinto Benavente, cuyo homenaje inicial a la commedia dell'arte encerraba una fábula bastante rescatable sobre un principio del capitalismo monopolista, el "too big to fail" que tantas y tan perdurables alegrías nos dio hace unos años. Así, Los poderosos lo quieren todo también encierra su propia lección sobre el estado del mundo, que podría resumirse en que el Demonio hará bien en no intentar farolear a un fiscalista contemporáneo... O a su esposa, cuando es partner in crime. Para explicarnos que el país anda rebozado en cinismo, Guelbenzu saca de paseo un montón de recursos lúdicos, paródicos y mágicos. Y el resultado es tan divertido como pretende.



Hermógenes Arbusto es ese fiscalista que recibe la inoportuna visita de la Muerte en su despacho; logra darle esquinazo, pero un seductor demonio llamado Forcas aprovecha para cerrar con él un trato: protección frente a la Muerte (con fecha de caducidad) a cambio de su alma, a lo que se añade que su hija mayor estará en coma mientras Arbusto siga con vida. A partir de aquí, intervienen un profesor de secundaria y poeta, Tomás Beovide Soñador, enamorado de la bella durmiente Arbusto; un mendigo, una femme fatale y varios caraduras culturetas como contrapunto al Gran Mundo del dinero que representan el fiscalista, su familia y sus clientes; y un narrador que se empeña en intervenir hasta poner en apuros al autor y obligarlo a cerrar la narración como buenamente puede. Porque, si todos los teóricos de taller literario nos hemos puesto de acuerdo en que narrador y autor no son lo mismo, ¿cómo se las ingenia un autor para narrar sin narrador?



Este aspecto del juego propuesto en Los poderosos lo quieren todo es el que pasa por más experimental, aunque opera en un laboratorio en el que ya lo hemos visto todo. Por eso, tampoco se trata de ponerse más serios de lo necesario con esa disrupción narrativa, que sería considerada unamuniana por parte del profesor Beovide desde el mismo momento en que leyera: "¿Y si yo sólo fuera el sueño de un escritor que me está soñando?". Pero estas piruetas sí demuestran que Guelbenzu afronta la novela con verdadero espíritu festivo: puestos a desconfiar de los propósitos de todo el mundo y de la credibilidad de cualquier relato (individual, colectivo o financiero), veamos también cómo se hacen la puñeta entre sí las instancias que deberían velar por hacer que una novela sea "legítima".



Los poderosos lo quieren todo es una lectura ágil, sin excesiva densidad, sin pedantería. Su humor es sutil a veces, aunque casi siempre utiliza recursos de parodia deliberadamente histriónica, a menudo rozando lo tebeístico: hay un homenaje indisimulado al tío Gilito; la galería de nombres propios es puro teatro de títeres (Magdalena Desamants, Nadal-Zambomba, la Princesa Bokoroko, la ex socialdemócrata y hoy conservadora Rosa Espinosa, etc.); la lengua salta del cultismo desubicado a un coloquialismo inverosímil, la trama es un disparate, y reciben sus correspondientes capones casi todos las facciones de la vida pública española. En la contraportada elaborada por Siruela, Eduardo Mendoza celebra el libro, y se entiende: aquí Guelbenzu está en sintonía con la faceta humorística del barcelonés.



En el fondo, late un maniqueísmo propio de la "fábula moral" (Mendoza) en Los poderosos lo quieren todo, el que enfrenta a un falso príncipe que esconde a un "hombre hecho a sí mismo" de nombre Perturber y de profesión el Poder, por un lado; y por el otro, a un profesor en comisión de servicio, pagafantas y alelado que se refugia en una buhardilla escuchando a Julie London. Y es verdad que los maniqueísmos tienen sus limitaciones a la hora de representar el mundo, pero cuando se ha anunciado un tablado de marionetas y en eso ha consistido la función, todo está en su sitio y hay que aplaudir.