Clara Obligado. Foto: Archivo
La voz de Clara Obligado (Buenos Aires, 1950), asentada y madura, es compasiva con lo humano, pero fustigadora de la realidad, la mezquindad y la miseria, cuando es preciso. Su mirada narrativa, sensible con aquellos asuntos que nunca ocupan primeros planos, se vuelve inquietante y perturbadora cuando enfoca la mezquindad y la miseria. Sus formas breves y no tan breves (Las otras vidas, La hija de Marx, entre otras), ya cuentan como referencia destacable en la actual narrativa en lengua española. Su afianzamiento lo evidencian las maneras de esta autora, propias de quien alimenta su estilo con un nutrido fondo literario, y en la exquisitez con la que maneja la prosa, graduando el tono, calculando el ritmo, sin caer en excesos ni obviedades. Cualidades, todas, que impiden adoptar, frente a sus libros, una postura de indiferencia.Petrarca para viajeros, (¡más que recomendable!, además de ganadora del Premio Juan March de Novela Breve) es el último, y en él hace gala de sus mejores armas: maneja con delicadeza y hondura asuntos graves (los emigrantes ilegales, los campos de refugiados, la época nazi, …), mientras seduce y entretiene (difícil lograr tanto propósito, pero así es), ambientando lugares y recreando estados de ánimo, al tiempo que dirige la atención del lector hacia las simetrías, azares y casualidades que ponen a prueba la aventura vital que el viaje representa para los personajes. Un viaje físico, horizontal, con parada en algunas ciudades europeas, y el viaje vertical, interior, de cada uno de los cuatro personajes en los que está anclada la trama: la de unos viajeros que, durante un intenso verano, suben y bajan de trenes que circulan por Europa. La casualidad puede hacer que dos de ellos intercambien una mirada crucial para ambos, sugeridora de la posibilidad, para cada uno, de iniciar otro camino.
Ellos son Andrés, un joven estudiante de Arte, dado a la ensoñación, enamorado de Laura y de la idea del amor contenida en los versos de Petrarca. El alemán, que le acompaña durante algunas etapas persiguiendo el viaje que, en su día, hicieron sus abuelos, camino del campo de Mauthausen. Noa, una recién casada que en un impulso decide abandonar el tren, saltar de su vida confortable, y buscar emoción siendo otra, en otra vida (sin contar con las jugarretas que puede deparar el destino). Y un viejo (y triste) guardagujas retirado, testigo mudo, en otro tiempo, de aquellos vagones "de refugiados españoles" que llegaban en un tren (rigurosamente vigilado, como los de Hrabal) sin otro destino que el campo de Angoulême, en la Segunda Guerra mundial. Cuenta un narrador omnisciente, que va de un viajero a otro, enredando lo justo en pormenores para que sigamos el viaje de cada uno, que para el viejo "lo peor de todo" fue que aquello "no era un secreto", "a la vista de todos", sucedía con normalidad en medio de un silencio cómplice.
Cuenta la autora que comenzó a escribir Petrarca para viajeros en 2008, y por el medio se cruzó uno de sus mejores títulos, El libro de los viajes equivocados (2011), donde anidan tantas ideas de su universo creativo. De ahí que a dos de los once cuentos de aquel volumen ("El silencio" y "Albania") remiten dos personajes de este, el silencioso ferroviario y la recién casada. Allí era la imagen de una espiral la que servía encarnaba la existencia y recorría todos los relatos. Aquí es el tren, el viaje, el "entrecruzarse de destinos", la posibilidad siempre abierta de iniciar otro camino, de dirigirse hacia otro final. Una mirada que se impone, inquietante y emocionante.