Jenny Offill. Foto: Nicolas Latimer

Traducción de Eduardo Jordá. Libros del Asteroide, 2016. 176 páginas, 17'95€, Ebook: 10'44€

Se dice que hay un proverbio finlandés según el cual el amor es una flor que se convierte en fruto con el matrimonio. En la ficción contemporánea, sin embargo, ese fruto a menudo está podrido, y el hedor a podredumbre que va despidiendo imperceptiblemente proporciona el argumento a numerosas novelas que indagan en la idea de que permanecer fiel a una persona durante el resto de la vida y criar hijos (o, a veces, no criarlos) son empeños difíciles, complejos e inescrutables. Esta es la mitología y, con bastante frecuencia, la verdad del matrimonio, y, desde siempre, los novelistas han estado buscando las palabras adecuadas para plasmarla.



Departamento de especulaciones, la segunda novela de Jenny Offill, traza la trayectoria de un matrimonio a través de fragmentos de prosa curiosos y a menudo resplandecientes. Una escritora vive en Brooklyn. La escritora que vive en Brooklyn se enamora. La escritora de Brooklyn se casa y tiene un hijo. La escritora casada de Brooklyn vive, y entonces llegan las chinches a la cama. En ocasiones, la novela recuerda a Lancha rápida, de Renata Adler, con un tono menos amargo. La información que, al parecer, es significativa, se raciona en dosis insondables. Cada fragmento satisface o no, y existe para sí, aunque también, desde luego, como parte de algo mayor. Departamento de especulaciones avanza deprisa, pero también es alegremente exigente porque el lector querrá seguir intentando entender el por qué de cada fragmento y cómo encaja con el resto.



La narradora brinda observaciones como esta: "Los budistas dicen que hay 121 estados de conciencia. De ellos, solo tres conllevan miseria y sufrimiento. La mayoría de nosotros nos pasamos la vida oscilando entre estos tres". En la simple idea del budismo hay gravedad. Se supone que tenemos que hacer algo con esa información, ¿no? El fragmento encierra un significado, ya sea sobre el matrimonio, sobre el amor, sobre la vida, o sobre todo ello junto, pero la naturaleza precisa de ese significado nunca se llega a revelar por completo. Además, Offill es una escritora inteligente con un astuto sentido del ritmo. Justo cuando uno quiere abandonar las piezas fragmentadas del puzzle de la novela, ella destapa un instante de sobrecogedora ternura, como por ejemplo cuando la narradora rememora los primeros días de su relación: "Yo me había comprado un abrigo más calentito con un montón de ingeniosos bolsillos. Tú fuiste metiendo las manos en todos ellos". Detalles como este arrojan una agradable luz sobre la historia y la intimidad de la pareja.



Offill construye una narración a partir de estos fragmentos, observaciones y otros detritus mentales. Hay una hermana y una amiga filósofa. Está la narradora y el hombre que ocupan el centro de la novela; el hombre del que ella se enamora, con el que se casa, con el que tiene una hija; el hombre que, al final, le falla. A lo largo de su matrimonio hay trabajos, y cenas con amigos, y noches en vela. Ninguna historia de amor moderna en Brooklyn estaría completa sin las chinches, así que también aparece esta tragedia urbana. Está la acechante amenaza de una segunda novela inconclusa que atormenta tanto a la narradora como al lector. ¿A qué novela se refiere? ¿Por qué no se ha escrito? Este punto concreto de la trama parece hacer referencia en buena medida a la propia autora, y ser un guiño y una alusión a los escritores que lidian con la presión callada pero insistente de lo siguiente cuando el recuerdo de lo primero acaba de desvanecerse.



Departamento de especulaciones resulta especialmente cautivadora cuando describe la maternidad reciente; su júbilo, su soledad y su fatiga aturdidas; la nueva orientación del mundo de la narradora en torno a una criatura inconcebiblemente pequeña pero exigente. Y entonces, justo cuando uno piensa que ha entendido la cadencia de la novela, la autora ofrece una cita tan sorprendente como esta: "Pero, el olor de su pelo, su manera de coger mis dedos con su mano. Eran como una medicina. Por una vez, no tenía que pensar. Dominaba el animal". Son pasajes que contienen una energía primigenia, la tensión de una mujer moderna que se rinde al puro apremio de la maternidad.



De esta energía salvaje surge el personaje más fascinante de la novela. Desde su infancia, la anónima hija -precoz sin ser cargante, moderada en su afecto, deliberada en su manera de hacer- es con diferencia la persona más enigmática del drama en curso. Lamentablemente, más adelante sale de la historia porque se ha hecho mayor, el matrimonio ha envejecido, y la narración, inevitablemente, tiene que desarrollarse en otra dirección.



O tal vez esta sea la historia de un yo y un tú, y luego una ella y un él, y, finalmente, de un tú, un yo y un nosotros, ya que Offill, hábilmente, hace avanzar la novela con elegantes cambios de punto de vista. Primero formamos parte del matrimonio y, más tarde, cuando las cosas empiezan a derrumbarse, lo estudiamos desde la distancia. Hay una infidelidad y un doloroso periodo de indecisión y falta de confianza en sí misma cuando la esposa, como se la conoce ahora, intenta evaluar su papel en el matrimonio y se desmorona, y cuando decide la forma justa de su ira.



Su dolor y su tristeza se representan a través de un estilo de observación más irónico cuando ella se convierte en la traicionada. Es fácil tenerle compasión porque es un personaje desesperadamente interesante. Cada nuevo defecto que se revela no hace más que aumentar su atractivo. De hecho, lo sabemos todo acerca de la esposa, y de cómo piensa, y siente, y se mueve por el mundo. Es mucho más difícil sentir algo relacionado con el matrimonio, porque el marido es un personaje totalmente secundario. Es accesorio y, en cierto modo, un figurante en las meditaciones de la esposa.



Cuando se nos da a conocer algo acerca del tú, del esposo, es a través de la esposa, que se presenta a sí misma como falible al retratar a su marido como infalible: "La gentileza de mi marido es proverbial... Es de Ohio. Eso quiere decir que nunca se olvida de dar las gracias al conductor del autobús o que nunca da empujones a la hora de recoger el equipaje en el aeropuerto". Y, más adelante: "También en esto es una persona admirable. Si se da cuenta de que algo se ha roto, intenta arreglarlo. No se limita a pensar lo insoportable que es que las cosas no dejen de romperse, que uno no pueda... escapar de la entropía". En general, presentar al marido de esta manera parece demasiado deliberado.



Por supuesto, él cae porque, con bastante pompa, se le ha puesto en un pedestal para que la mujer lo admire, más que para que esté realmente casada con él. Pero quizá esto sea lo que ocurra en el amor y en el matrimonio. Admiramos desde la distancia, y retiramos la mirada cuando estamos demasiado cerca y vemos cómo son las cosas en realidad.



Cuando el marido y la esposa intentan recomponer su relación, él nos parece a menudo petulante y repulsivamente indefinido, mientras que la esposa se vuelve cada vez más compleja. Para bien o para mal, este libro no trata tanto sobre el matrimonio como sobre el matrimonio de la esposa. Sería interesante leer la otra historia de esta pareja, saber más del marido, del padre, pero Offill hace que parezca que la versión que da ella del matrimonio baste como relato y, tal vez, sea el único relato que importa. La novela recuerda otro proverbio, en este caso de Madagascar: el matrimonio no es un nudo firme, sino corredizo.