Gonçalo M. Tavares
Traducción de R. Martínez-Alfaro. Seix Barral. Barcelona, 2016. 237 páginas, 19€. Ebook: 12'34€
La publicación de una obra de Gonçalo M. Tavares es siempre una buena noticia porque este portugués nacido en Luanda en 1970 escribe libros originalísimos que nadan a contracorriente, libros para leer sin prisa saboreando cada cosa que dicen. Tavares nos deslumbró con aquella novela admirable -Un viaje a la India (2014)- que debió de escribir en estado de gracia y que recogía la historia actualizada de Ulises en su regreso a Ítaca, redivivo en un Leopold Bloom aún más moderno que el joyceano, si eso es posible. El joven Bloom de Tavares viajaba a la India atravesando Europa y buscaba la sabiduría o a una mujer. Después publicó El Barrio (2015), donde rendía homenaje a diversos autores e intelectuales en una forma literaria que reunía novelas cortas, cuentos y aforismos. En ambas entregas resulta fascinante la prosa desgranada, la historia calma y la sencillez, que contrastan con la prisa de un mundo inauténtico -el nuestro- que hipervalora la imagen y es esclavo del éxito social.
Ahora, el autor luso presenta Una niña está perdida en el siglo XX, que resulta ser otra obra maestra quizá más enigmática que las dos anteriores. Un hombre -Marius- que huye de algo no revelado se encuentra por casualidad con una niña -más bien una adolescente- que está sola buscando a su padre. Hanna tiene una caja con fichas para el aprendizaje de personas con discapacidad intelectual y padece trisomía 21, es decir, síndrome de Down. Marius se hace cargo de ella y la acompaña en la búsqueda de un padre que nunca aparecerá. A lo largo del camino, encontrarán tipos extraños que los ayudarán, les aceptarán como son y les mostrarán que otra realidad es posible. Desde el insólito fotógrafo Josef Berman, que retrata a personas con trisomía 21; o el no menos exótico Fried Stamm, que dibuja carteles para transmitir una inquietud progresiva y aumentar la rabia individual; pasando por los dueños de un hotel cuyas habitaciones tienen nombres de campos de concentración, y cuyo trazado -no de manera casual- sigue la geografía de todos los que hubo en Europa. El marido -Moebius- tiene tatuada en la espalda la palabra "judío" en varios idiomas, un auténtico escudo de protección contra el fanatismo, porque una de las enseñanzas del libro es que existen hechos que sobrepasan las razones de la inteligencia; también con Vitrius, un sorprendente anticuario que parece Don Quijote y que se dedica a escribir series de números pares como si se tratara de una carrera de resistencia; o con Agam Josh, que dibuja letras tan pequeñas que es necesario un microscopio para leerlas; incluso con Terezin, cuya norma sagrada es que el peso de lo que hay en su habitación debe ser menos de la mitad de su propio peso. Todos ellos son judíos, y han estado en la cárcel o han tenido que huir alguna vez, y conocen la convulsa historia de Europa durante el siglo XX.
Y cada uno, en su rareza vista de cerca, es un ser único que invita a mirar la realidad de otro modo y que tiene una filosofía de vida que mueve a la reflexión, como la propia Hanna en su simpleza genética. "A veces [dice Marius] estamos vivos solo para aceptar lo que va pasando, y avanzar".
En la distancia corta, cada cosa que sucede aquí cobra la importancia que debió tener en su origen y que debería seguir teniendo si el mundo estuviera bien hecho. El problema llega cuando los hombres son engullidos por una masa informe que anula su individualidad.
El escritor portugués demuestra en su última novela que es un perfecto observador del ser humano y que tiene la capacidad de verbalizar una realidad que pasa inadvertida. Otro festín para la inteligencia y la sensibilidad.