Jorge Edwards
Acantilado. Barcelona, 2016. 384 páginas, 24€
Tiene gracia que la nueva novela de Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931) se edite en Acantilado, dadas su temática y el aroma digamos que clásico de su estilo. La última hermana supone la aproximación a un personaje real, una dama de la alta sociedad chilena que se instaló en París con su primer marido, luego enviudó, y descubrió una tardía e inesperada vocación de heroína cuando llegó la ocupación nazi y entendió que no podía permanecer ajena al crimen institucionalizado de los invasores. Edwards ha investigado esa figura para incorporar todo lo que la historia ha podido corroborar, y ha rellenado los huecos con imaginación de narrador. El resultado es una novela civilizada, elegante, en la que el Holocausto es tratado con gran honestidad pero sin llegar a constituirse en el gran tema del libro.
¿Cuál es ese tema? Tal vez plantearlo así sea inexacto; tal vez la novela aspire a contar la vida de un individuo, y un individuo no es un tema sino un individuo. Sin embargo, admitamos que María, esta protagonista muy bien trazada por el narrador, permite a Edwards hablar de un tipo de heroísmo sin énfasis, nacido no tanto del valor como del vitalismo. Cuando el lector conoce a María, es un personaje de interior burgués que vive en contacto con la literatura y la cultura, pero que puede tomarlas en serio o como simple ornamento, no sabemos.
La llegada de la guerra a las puertas de su casa será la ocasión para descubrir el grado de su compromiso: un poco por inconsciencia, otro poco por orgullo, sin duda por solidaridad y hasta por excitación, la chilena acabará colaborando en la salvación de numerosos niños de familias judías. Una decisión que tendrá sus costes: el asedio de la Gestapo, el empobrecimiento de su patrimonio, la distancia respecto de la familia. Pero también, la sensación de que la propia vida adquiere cierto sentido y de que el desprendimiento es una forma de libertad.
Por las páginas de La última hermana circulan personajes conocidos, muy particularmente tres: Colette, Ernst Jünger y Vicente Huidobro. Creo que su retrato es ajustado y carismático, pero además son nombres que establecen un mapa, porque una de las constantes de la novela, aunque en sordina, es la cultura europea vista desde Chile, ese diálogo entre continentes que cuenta con una tradición propia y ha forjado una Europa diferente a otras.
Otra constante, igualmente discreta y sin embargo señalada directamente por el título, es la institución familiar. Los lazos de sangre son una especie de ausencia durante más de dos tercios de la novela, y sin embargo nunca dejan de operar sobre el destino de la protagonista; en este sentido, Edwards introduce algunas especulaciones atractivas a propósito de un personaje secundario fascinante, "doble o triple agente", que conoció Chile y quién sabe si a la familia de nuestra heroína. Sea como sea, frente a la vida en Santiago, que es la familia, se contrapone la vida en París, hecha de lazos más flexibles e irrigados, menos encorsetados.
Antes he usado el término ‘clásico': no lo tomen como algo literal, en todo caso la novela de Edwards está atravesada por un espíritu que aspira a conectar con cierto clasicismo de la modernidad, citando a T. S. Eliot pero también pareciéndose (a ratos) a Zweig o Henry James, tirando de un estilo a veces juguetonamente enfático gracias a unas exclamaciones constantes, amables y breves; otras veces acumulativo y brillante; pero siempre vivaz.
Por cierto, de Henry James rescata una cita Cynthia Ozick en su fenomenal Metáfora y memoria (editorial Mardulce): "Se necesita mucha historia para producir un poco de literatura". No está mal la frase para referirse a La última hermana, que rescata una historia pequeña entre los escombros de la Gran Historia. Por cierto, el último acontecimiento histórico citado expresamente en el libro es la publicación de Cien años de soledad. El tiempo en su relación con un individuo, con la historia, con la literatura: quizás, a fin de cuentas, este sea el tema, ramificado, del último Edwards.