Felipe Benítez Reyes. Foto: Juan Ramón Iborra
Tiene la literatura española una relación tormentosa con su propia tradición nacional, hacia la que periódicamente manifiesta enconado desdén. Así viene ocurriendo de forma generalizada desde bastante tiempo atrás. Aún está fresca la época en que Juan Benet atribuía a Pérez Galdós solo el dudoso mérito de haber confeccionado el "catastro nacional". Ahora mismo, parte grande de nuestros narradores buscan sus referentes lejos de nuestras letras y una oleada de carverismo seduce a muchos, que rebajan el angustioso sinsentido vital del norteamericano a apuros de andar por casa. Por eso llama tanto la atención la ostensible filiación clásica de El azar y viceversa, que podría tomarse como una declaración de principios, y casi como un reto al prestigio actual del cosmopolitismo, de Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz, 1960).A poco que reparemos, el escritor andaluz sigue al pie de la letra en su nueva novela los tres principios que se explican a los estudiantes en las aulas como constitutivos de la picaresca: el viaje, el servicio de muchos amos y la autobiografía. Un viaje de ida y vuelta que empieza y termina en el pueblo natal del autor es el que realiza el protagonista, Antonio, con escalas en Cádiz, Sevilla y Jerez de la Frontera. Los amos son incontables, todos ellos de medio pelo, al borde de la marginalidad social o de la delincuencia; incluso uno, heredero del modelo quevedesco, será un estudiante a quien nuestro personaje sirve de tapadera para sus fullerías. Y también tenemos autobiografía, la que escribe Antonio para justificar su trayectoria vital.
Dicho está con esto que Benítez Reyes rescata el arquetipo del pícaro, quien, en fin, y como marca añadida de seña de identidad literaria, cuenta su vida -igual que hizo el Lazarillo- en un documento o carta cuyo destinatario asumirá las lecciones recibidas por el mozo. Solo que el "vuesa merced" de hoy no es alguien ajeno a la peripecia sino una persona de la máxima proximidad al autor y cuya identidad no debo desvelar porque si la descubriera le arruinaría a cualquiera la lectura.
Este artificio es más que un hallazgo ingenioso. Se trata de un recurso muy calculado para llevar a su último extremo la lección implícita en una novela de aprendizaje. Antoñito, el Rányer, Padilla, Jesús o Toni -apelativos bajo los que también se camufla en los sucesivos trancos de su peripecia el pícaro actual- evalúa su actuación a la luz de un estado final en el que se condensa la visión de la existencia de la novela y, creo, del propio Benítez Reyes. Mientras, El azar y viceversa desgrana un nutrido repertorio de escenas de corte costumbrista que afectan a numerosos aspectos de la vida común: trabajos y ocupaciones varios, las exigencias de la carne, las inquietudes culturales... Hay en ellas mucho de sentir enraizado en la patria chica, de homenaje a Andalucía que se desliza en forma de presencia de personajes reales (los poetas gaditanos Ory o Ripoll, citados con su nombre). Pero también una visión crítica de esa realidad que se apunta en pasajes sobre hábitos de la tierra poco positivos y cobra fuerza con los tejemanejes de un político que denuncian la corrupción que sigue retumbando en la prensa.
El autor sazona las peripecias de Antonio con humor, inventa anécdotas jugosas e ilumina zonas oscuras de la dura realidad corriente. El pícaro ilustra la dura lucha por la vida. Al final de este relato muy ameno, crudo a veces y tierno otras, nuestro peculiar "emprendedor" se convierte en dueño de una lotería, y en padre de familia enamorado. El azar y viceversa se salda, pues, con una visión positiva del mundo. Benítez Reyes premia una actitud humana -la firme determinación de sobreponerse a las dificultades- que ve con simpatía, lo cual implica, me parece, antes una apuesta vitalista que un optimismo idelizador.