Javier Azpeitia. Foto: Jorge Hernández.

Tusquets. Barcelona, 2016. 152 páginas, 19 €, Ebook: 10'99 €

Javier Azpeitia (Madrid, 1962) ha sido editor de narrativa y antólogo de poesía barroca, y da clases de escritura y edición. Con semejante currículo resulta lógica la decantación cultural de su trabajo como escritor. El propio rótulo de sus primeras novelas lo sugiere: Mesalina y Quevedo. Y otra, la única suya que conozco, Ariadna en Naxos, se trae un jugoso juego de analogías entre el mundo de los mitos fundacionales europeos y nuestra civilización. A este planteamiento vuelve en El impresor de Venecia. No sobrará agregar que fue comisario de la muestra que la Biblioteca Nacional dedicó hace poco a Aldo Manuzio, que no es otro que el personaje aludido en el título.



Parte, pues, Azpeitia en su nueva obra de un sólido entramado de aficiones y conocimientos. La seducción por la cultura clásica y su interés por la etapa inicial del revolucionario descubrimiento de la imprenta confluyen en El impresor de Venecia, a lo cual suma saberes y pasión vital. Todo ello se amalgama en una ficción de línea argumental sencilla: la novela es una semblanza del famosísimo Manuzio centrada en la etapa en que, a edad ya avanzada, se estableció en Venecia y se asoció con otro gran personaje de las primitivas prensas, Andrea Torresani, con cuya hija Maria casó. Al comienzo de la obra, el hijo putativo del impresor, Paolo, prepara una biografía de su padre muerto y acude a la madre, Maria, en solicitud de ayuda. La viuda se escabulle para no desmentir una imagen mitificada bajo la cual se esconde la realidad bastante turbia que desvela la novela. La traza general del relato es simple, y de corte tradicional, pero su arquitectura adquiere bastante complejidad por sus varias voces narradoras y por la mezcla de narración, confesiones, epistolario y dramatización.



Como ocurre en las novelas históricas sostenidas en una información solvente, el contenido noticioso constituye un aliciente primordial de El impresor de Venecia. Buena parte de él se refiere a la imprenta y sus detalles técnicos, y otra al rescate de la cultura greco-latina por los afanosos humanistas de hacia 1500. El atractivo se incrementa por la presencia de nombres emblemáticos de los tiempos renacentistas, los Medici, Pico della Miradola, Erasmo, Savonarola, Tiziano... Y cuenta también con el gancho de Venecia, con la recreación de usos y costumbres locales y de época, aunque el autor tiene sumo cuidado en controlar los excesos de exotismo. Dosis de intriga, pasajes de violencia, personalidades enmascaradas y amoríos completan la trama argumental.



El impresor de Venecia conjuga un relato de aventuras, misterios y acción con una novela psicologista muy atenta a las inclinaciones pasionales y ambos componentes encajan en una narración histórica que va mucho más allá de la simple recreación arqueológica. Azpeitia viaja al pasado para denunciar la represión de las doctrinas peligrosas, mostrar simpatía con el epicureísmo y plasmar con viveza ideas favorables a la sexualidad sin tabúes. Otro terreno, el del intrincado mundo de los editores pioneros, le sirve para poner el dedo en la llaga de algo de máxima actualidad: la disyuntiva entre proyecto intelectual y comercialidad. Además, la novela entera supone un continuo enaltecimiento de los saberes clásicos y librescos.