Albert Forns. Foto: Adria Costa
Albert Forns (Granollers, 1982) se dio a conocer como novelista con Albert Serra (la novel·la, no el cineasta), que empezaba como chiste de judío neoyorquino o de moderno barcelonés, y acababa siendo un juego moderno barcelonés que había que leer lápiz en mano, como hacen los judíos. Si en aquel primer libro Forns se la pasaba hablando de la dificultad de acabar una novela o de sacar algo en claro del festival de ironía que caracteriza a nuestra generación, en Jambalaya, su segundo libro, el autor habla de la dificultad de acabar una segunda novela o de sacar algo en claro etc. Guiño, guiño. En ambos casos, pero muy notablemente en el que nos ocupa, el hilo retórico común es la autoficción, el narrador-Forns que nos cuenta su vida, desde sus preocupaciones más sofisticadas a sus pajas más burocráticas.En Jambalaya, esa autoficción cuenta lo siguiente: el novelista Albert Forns quiere vender muchos libros y traducciones. Además, pasa un tiempo becado en una residencia norteamericana para escritores, donde se consagra a la masturbación y la búsqueda de información en Internet sobre cualquier mosca que le pase por delante (la lógica gigantista del supermercado estadounidense, las vidas de los emprendedores, etc.). Y ya. Pero, un momento: ¿por qué en la nota final de agradecimientos se alude a una estancia en la Ledig House, si durante las trescientas páginas anteriores se nos ha dicho que la estancia tiene lugar en Montauk? ¿Por qué se le agradecen al dramaturgo americano Edward Albee "tantas cenas inexistentes", si hasta ese momento parecía claro que Albee mantuvo un montón de conversaciones bien reales con Forns? ¿Quién es esa "Gemma" a la que se refiere como su pareja, si en la novela se refería a "Emma"? En esta confesión post-créditos de lo mucho que hay expresamente ficticio, queda claro por qué Forns habla de autoficción cruzándola con masturbación, por qué escribe esos diálogos de registro imposible, por qué se producen picos de histrionismo: Albert Forns quiere ser Albert Forns, y para eso hay que inventárselo. Si "en la península, localizar a alguien que invente los personajes desde cero va camino de ser más complicado que encontrar un corro de níscalos", ahora Forns gentrifica la autoficción: ya sólo se la puede permitir quien tenga una abultada cartera de descaro autoparódico y conciencia performática. Eso, sin obviar las muchas cosas que Jambalaya es con innegable rigor, a saber:
Un diálogo con Montauk de Max Frisch; una voz narrativa que se parece a la de Vila-Matas, sí, pero también a mí dispersándome en Facebook, y convengamos que en ese paralelismo YO valgo como metonimia generacional; no sé si tanto como "una señora novela" (como dice la contraportada con expresión imsérsica), pero cuanto menos una señora voz narrativa, y desde luego una novela que conoce su terreno de juego literario, en el que cada vez es más complicado hacer piruetas dada su superpoblación; autoficción en sentido ambivalente, porque el narrador se cuenta todo el día películas a sí mismo para ir tirando en el empeño casi insostenible de ejercer un arte que se va quedando sin lugar en nuestro sistema económico: cuando le preguntan cómo es eso de ser novelista, Forns confiesa que, para él, "la vida de un escritor ha sido creérmelo y confiar en que cuando me vaya de aquí no me cobrarán los canapés".Forns nos cuenta su vida, desde sus preocupaciones más sofisticadas a sus pajas más burocráticas
Y finalmente, observemos que Jambalaya se ambienta en un pueblo (y se escribe en una ciudad, Barcelona) cuya apuesta por el turismo como industria todopoderosa lleva a la construcción de una autoficción institucional mercadotécnica e inhabitable. También esta cuestión atraviesa las páginas de un libro menos ensimismado de lo que es a ratos y a ratos simular ser. La traducción de Ricard Vela está a la altura.