Sam Savage

Traducción de Ramón Buenaventura. Seix Barral. Barcelona, 2016. 168 páginas, 16'50€, Ebook: 7'99€

Sam Savage (Camden, Carolina del Sur, 1940) adquirió fama y reconocimiento con la historia de una rata que se alimentaba de libros. Su atípica dieta insinuaba la inadaptación del artista en el mundo contemporáneo, casi un Robinson entre rascacielos, vías de circunvalación y grandes polígonos comerciales, sin espacio para la inteligencia, la amistad o la belleza. En esta ocasión, Savage ha escogido la figura de un perro, cuya caótica existencia refleja la excentricidad de su dueño, Harold Nivenson, un viejo bohemio que agoniza en una descuidada mansión situada en un barrio de moda, con las paredes cubiertas de valiosos y estrafalarios cuadros de pintura moderna. Harold ejerció como crítico de arte y se aventuró en el terreno de la creación, con resultados mediocres. Una generosa herencia familiar le permitió actuar como mecenas. Su existencia no ha conocido crestas, pero sí muchas y profundas depresiones. La vejez le ha convertido en una especie de espantapájaros que deambula por su mansión, evocando un pasado lleno de sombras y frustraciones, pero también con momentos de luminosidad y alegría.



Harold se percibe a sí mismo como una anomalía de la naturaleza. Piensa que su destino era nacer como "un vil insecto", al igual que la extraña criatura del famoso relato de Kafka. Se pregunta si algún día se despertará y descubrirá que es un monstruo, un ser abocado a una muerte solitaria e indigna. Entre basuras y desperdicios, su vida se parece a la de un perro. Roy, el labrador que le acompaña, asiste con indiferencia a su degradación. Aunque la relación entre Harold y Roy no se caracteriza por el afecto y el entendimiento, la muerte del perro agrava la sensación de vacío de su compañero humano, que pierde cualquier atisbo de esperanza y concluye que "la felicidad sólo es posible sobre la base de algún tipo de enfermedad mental". Sabe que es un artista menor, que es una forma amable de referirse a un artista "minúsculo". Sus libros sobre Balthus no añaden nada esencial y sus telas sólo son tristes copias de obras de indudable genio. Para Harold, el arte mayor es "arte imposible". Quizás esa limitación proceda de su incapacidad de "trabajar en la cercanía de otros". Sus creaciones -confusas, fragmentarias- son "la perfecta imagen del fracaso", "la encarnación de la derrota".



Harold odia a Peter Meininger, artista de éxito e irresistible donjuán. Su satisfacción le parece ofensiva, pues entiende que la vida es un baile absurdo, un grotesco vaivén en el ciclo de la reproducción y la muerte. El antagonismo entre Meininger y Harold sólo es una pantomima, pues nadie es libre, nadie elige ni sabe hacia dónde se dirige. El ser humano se parece a un escarabajo que explora el filo de un abismo con sus antenas. No sabe qué hay más allá, pero algo le empuja a continuar. La vida es un libro que no deberíamos abrir, pues sólo nos aguarda una interminable caída hacia la nada. Harold opina que deberíamos imitar a los perros, que no piensan en el mañana, ni examinan el pasado. Saben que "cada día es todo lo que hay". El instante es la única trascendencia asequible. Y es una trascendencia que no apunta al más allá, sino al más acá. Para una conciencia finita, un momento de dicha representa la única perfección posible. Lo infinito sólo es una fantasía fuera de nuestro alcance, quizás una simple ficción alumbrada por el miedo y la impotencia.



Sam Savage ha compuesto "el retrato de un artista sufriente", corroborando su condición de extraordinario fabulador. Escritor tardío, su breve obra posee un inequívoco aire kafkiano, pues retrata las peripecias de seres inadaptados, que han perdido la fe y la esperanza. Con una prosa fluida y minimalista, recrea la angustia de una época que flota entre el desencanto y el nihilismo. La soledad ya no es algo marginal, sino la trama que soporta los sueños rotos de una generación, con un difuso sentimiento de culpa, pero sin la expectativa de una redención. "Sigo vivo", finaliza Harold. No hay otra enseñanza en El camino del perro, una fábula cargada de sarcasmo y pesimismo, pero con una ventana abierta a los placeres sencillos y efímeros. Savage nos ofrece un magnífico y sobrecogedor retrato de una humanidad errante y sin metas, que aplaca su aflicción tumbándose al sol y lamiendo sus heridas.



@Rafael_Narbona