Jorge Galán. Foto: Círculo de Poesía

Tusquets. Barcelona, 2016. 280 páginas, 18 €

"Tuvo que levantarse el tiempo sobre el futuro para que aquellos días significaran algo más que la emoción de un niño". He querido empezar con esta cita la reseña de la nueva novela de Jorge Galán, Noviembre, por dos razones. Una implica inmiscuir la primera persona: Romero primero, Ellacuría después, son dos apellidos que a finales de los ochenta representaron una toma de contacto difusa con la realidad para el niño que este crítico era entonces.



En aquel momento, las fantasmagorías parecían obtener una densidad registrable en el madrileño palacio de Linares (episodio fraudulento que se menciona en estas páginas), mientras la crudeza de la política mundial tomaba cuerpo en el asesinato de jesuitas en zonas devastadas de Latinoamérica. Visto con perspectiva, ahora que el tiempo se levantó sobre el futuro, tal vez mi toma de conciencia política nació en la fascinación aterrada por las historias que circulaban en mi colegio de la Compañía o en las comidas familiares. Y si me animo a rescatar esta nota personal es porque Noviembre, con su recreación narrativa a partir de testimonios directos (en especial, Jon Sobrino, José María Tojeira y Alfredo Cristiani) del asesinato de Ellacuría y otras siete personas en El Salvador a manos del ejército y de la posterior trama para encubrir la verdad y sustituirla por una parodia conveniente, es una invitación a recordar aquellos días, comprenderlos, integrarlos en nuestra mirada política e histórica. La operación no es tan dolorosa ni tan íntima para mí como para la sociedad salvadoreña, es obvio; pero que el libro haya tenido un efecto tan evocador en este lector distante da la medida de su éxito.



Porque la de Galán es una muy buena novela, de arranque poderoso y desarrollo impecable, que no estira más de lo necesario las tensiones entre ficción y no ficción, investigación y recreación, y que en cambio se muestra muy consciente de sus fluctuaciones entre ser "una de terror" o "una de espías", sin duda porque los propios protagonistas son conscientes de ese grotesco equilibrio.



Se ha dicho que es un libro valiente, y es cierto, en primer lugar porque está recorrido por nombres propios, denuncias argumentadas, espíritu notarial. Pero también porque recoge con una precisión casi nunca retórica todas las pulsiones de una sociedad sometida a la guerra civil, del miedo a la "vergüenza", del "arrepentimiento" al cinismo. En esta historia sobre un hombre que muere "no porque fuera cercano a la izquierda, sino porque ayudaba en el proceso de paz", o bien "por decir la verdad", la atmósfera moral es también protagonista, y el simple silencio ambiguo del Vaticano ya provoca la tentación de considerarlo una victoria agónica.



Pero empecé mi reseña con esa cita por dos razones: la segunda es que la presencia de los niños, aunque sutil, es una constante de Noviembre. Niños que esperan ver un barco encallado y se encuentran con un país a la deriva; niños que creen estar a punto de ver duendes y topan con militares armados; o bien, niños que desean ver monstruos sin saber que lo que encontrarán son hombres en la historia, borrando huellas de la historia. El contrapunto de la mirada infantil en este libro de gran dureza y vocación quirúrgica es un recordatorio de cómo los asesinatos de Romero o Ellacuría (su presencia o ausencia, su clarificación u ocultamiento) contribuyen a modelar nuestra memoria. Y un último apunte: la editorial se ha atrevido a utilizar una imagen para la portada de este libro que no es atractiva y, sin embargo, halla todo su sentido en las páginas finales. Muy bien.